Un viaje de gran sencillez el que hizo el Papa ayer a la ciudad italiana, donde dejó múltiples mensajes
La visita del Papa en Milán comenzó
este sábado, 25 de marzo, en el barrio Forlanini, situado en la
periferia milanesa, donde se encuentran las conocidas “casas blancas”.
Una zona que se construyó en el 1977 para familias necesitadas y que hoy
es lamentablemente conocida por su degradación urbana.
Desde la plaza central de este barrio milanés, Francisco
dirigió su saludo a los residentes, y se encontró con los
representantes de familias gitanas, musulmanas e inmigrantes. También
visitó los domicilios de dos familias residentes de la zona.
El Sucesor de Pedro, acompañado únicamente por el Cardenal Angelo Scola,
Arzobispo de Milán, se encontró con los detenidos del Centro
Penitenciario San Vittore, cuya estructura hospeda en la actualidad a
ochocientos noventa y tres detenidos, y saludó y visitó de modo privado a
algunos de ellos en sus celdas. Un encuentro que se selló con un
almuerzo compartido en un clima fraterno con cien de ellos.
Los habitantes de Milán regalaron a
Santo Padre una estola y una imagen de la Virgen, presentes que el Santo
Padre agradeció al inicio de su saludo.
Saludo del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, buenos
días. Os agradezco vuestra acogida, ¡tan calurosa! Gracias, muchas
gracias. Sois vosotros los que me recibís al entrar en Milán, y esto es
un gran don para mí: entrar en la ciudad encontrando caras, familias,
una comunidad. Y os agradezco los dos regalos concretos que me habéis
hecho.
El primero es esta estola [el
Santo Padre se la pone], un signo típicamente sacerdotal, que me
emociona de modo especial porque me recuerda que yo vengo aquí entre
vosotros como sacerdote, entro en Milán como sacerdote.
Esta estola no la habéis comprado hecha, sino que ha sido creada aquí,
ha sida tejida por algunos de vosotros, de manera artesanal. Esto la
hace mucho más valiosa; y recuerda que el sacerdote cristiano es elegido por el pueblo y al servicio del pueblo; mi sacerdocio, como el de vuestro párroco y de los demás curas que trabajan aquí, es don de Cristo, pero está “tejido” por vosotros,
por vuestra gente, con su fe, sus esfuerzos, sus oraciones, sus
lágrimas… Eso es lo que veo en el signo de la estola. El sacerdocio es
don de Cristo, pero “tejido” por vosotros, y así lo veo en este signo.
Y luego me habéis regalado esta imagen de vuestra Virgen:
cómo era antes y cómo es ahora después de la restauración [muestra el
cuadro a la gente]. ¡Gracias! Sé que en Milán me recibe la Madonnina,
encima del Duomo; pero gracias a vuestro don la Virgen me recibe ya
desde aquí, en la entrada. Y esto es importante, porque me recuerda la
prisa de María, que corre a encontrar a Isabel. Es la premura, la
solicitud de la Iglesia, que no se queda en el centro esperando, sino
que sale al encuentro de todos, en las periferias, va al encuentro
también de los no cristianos, incluso de los no creyentes…; y lleva a
todos a Jesús, que es el amor de Dios hecho carne, que da sentido a
nuestra vida y la salva del mal.
Y la Virgen va al encuentro no para
hacer proselitismo, ¡no! Sino para acompañarnos en el camino de la vida;
y también el hecho de que haya sido la Virgen la que me esperara a las
puertas de Milán me ha hecho recordar cuando de niños, de chicos
volvíamos de la escuela y estaba mamá en la puerta esperándonos. ¡La
Virgen es madre! Y siempre llega antes, va delante para recibirnos, para
esperarnos. ¡Gracias por esto! Y también es significativo el dato de la
restauración: esta Virgencita vuestra ha sido restaurada, como la
Iglesia necesita siempre ser “restaurada”, porque está hecha por
nosotros, que somos pecadores, todos, somos pecadores.
Dejémonos restaurar por Dios, por su
misericordia. Dejémonos limpiar el corazón, especialmente en este tiempo
de Cuaresma. La Virgen es sin pecado, Ella no necesita restauraciones,
pero su estatua sí, y así, como Madre, nos enseña a dejarnos limpiar por
la misericordia de Dios, para manifestar la santidad de Jesús. Y
hablando fraternalmente, ¡una buena Confesión nos hará tanto bien, a
todos! ¡Pero también pido a los confesores que sean misericordiosos!
Gracias de corazón por estos regalos. Y
sobre todo gracias por haber estado aquí, por vuestro recibimiento y
vuestra oración, que me acompaña en la entrada a Milán. Que el Señor os
bendiga y la Virgen os proteja. Y por favor, no olvidéis de rezar por
mí. Y ahora recemos a la virgen. [Avemaría y Bendición] ¡Hasta la vista!
La segunda etapa
del viaje comenzó en el Duomo, donde le esperan sacerdotes y hombres y
mujeres consagrados. El Papa mantuvo con ellos un encuentro de una hora,
de preguntas y respuestas. Luego, salió a la puerta de la catedral de
Milán para rezar el ángelus con las personas allí reunidas.
Primera pregunta: Don Gabriele Gioia, presbítero
Muchas de las energías y del
tiempo de los curas son absorbidos siguiendo las formas tradicionales
del ministerio, pero advertimos los desafíos de la secularización y la
irrelevancia de la fe en la evolución de una sociedad milanesa, que es
cada vez más plural, multiétnica, multireligiosa y multicultural. Nos
pasa también a nosotros que nos sentimos como Pedro y los Apóstoles,
después de haber bregado, y no pescaron nada. Le preguntamos: ¿qué
purificaciones y qué decisiones prioritarias estamos llamados a realizar
para no perder la alegría de evangelizar y ser pueblo de Dios que
testimonia su amor por cada hombre? Santidad, le queremos mucho y
rezamos por usted.
Gracias. Gracias. Las tres preguntas que
haréis me fueron enviadas. Siempre se hace así. Habitualmente, respondo
improvisadamente, pero esta vez he pensado, en una jornada con un
programa tan intenso, que era mejor escribir algo para responder.
He escuchado tu pregunta, don Gabriele.
Ya la había leído antes, pero mientras tú hablabas, me han venido a la
cabeza dos cosas. Una, “pescar peces”. Tú sabes que la evangelización no
siempre es sinónimo de “pescar peces”: es ir, salir mar adentro, dar
testimonio… y luego el Señor, Él “pesca los peces”. Cuándo, cómo y
dónde, nosotros no lo sabemos. Y esto es muy importante. Y también
partir de esa realidad, que nosotros somos instrumentos, instrumentos
inútiles. La otra cosa que tú has dicho, esa preocupación que has
expresado que es la preocupación de todos vosotros: no perder la alegría
de evangelizar. Porque evangelizar es una alegría. El gran Pablo VI, en
la Evangelii nuntiandi −que es el documento pastoral más grande
del postconcilio, que todavía hoy tiene actualidad− hablaba de esa
alegría: la alegría de la Iglesia es evangelizar.
Y nosotros debemos pedir la gracia de no
perderla. Él [Pablo VI] nos dice, casi al final [del documento]:
Conservemos esta alegría de evangelizar; no como evangelizadores
tristes, aburridos; eso no va; un evangelizador triste es uno que no
está convencido de que Jesús es alegría, de que Jesús te trae la
alegría, y cuando te llama, te cambia la vida y te da la alegría, y te
envía la alegría, incluso en la cruz, pero con alegría, para
evangelizar. Gracias por haber subrayado estas cosas que has dicho,
Gabriele. Y ahora, las cosas que pensé en casa sobre esta pregunta, para
decir cosas más pensadas.
a. Una de las primeras cosas que me viene a la mente es la palabra desafío que
tú has usado: “tantos desafíos”, has dicho. Cada época histórica, desde
los primeros tiempos del cristianismo, ha estado continuamente sometida
a múltiples desafíos. Desafíos dentro de la comunidad eclesial y al
mismo tiempo en la relación con la sociedad en la que la fe iba tomando
cuerpo. Recordemos el episodio de Pedro en la casa de Cornelio en
Cesarea (cfr. Hch 10,24-35), o la controversia en Antioquía y luego en Jerusalén sobre la necesidad o no de circuncidar a los paganos (cfr. Hch 15,1-6), y otras tantas. Por eso, no debemos temer los desafíos: que esto quede claro.
No debemos temer los desafíos. Cuántas
veces se oyen quejas: “Ah, esta época, hay tantos desafíos, y estamos
tristes…”. No. No tener miedo. Los desafíos se deben coger como el toro,
por los cuernos. No temáis los desafíos. Y es bueno que los haya, los
retos. Es bueno porque nos hacen crecer. Son signo de una fe viva, de
una comunidad viva que busca a su Señor y tiene los ojos y el corazón
abiertos.
Más bien debemos temer una fe sin
desafíos, una fe que se considera completa, toda entera: no necesito
otras cosas, ya todo está hecho. Esa fe está tan aguada que no sirve.
Eso debemos temer. Y se considera completa como si ya todo estuviese
dicho y hecho. Los desafíos nos ayudan a lograr que nuestra fe no se
convierta en ideológica. Están los peligros de las ideologías, siempre.
Las ideologías crecen, germinan y crecen cuando uno cree tener la fe
completa, y se vuelve ideología.
Los desafíos nos salvan de un
pensamiento cerrado y definido y nos abren a una comprensión más amplia
del dato revelado. Como afirmó la Constitución dogmática Dei Verbum:
«La Iglesia en el curso de los siglos tiende incesantemente a la
plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras
de Dios» (8b). Y en esto, los desafíos nos ayudan a abrirnos al misterio
revelado. Esta es una primera cosa, que tomo de lo que tú has dicho.
b. Segunda cosa. Tú has
hablado de una sociedad “multi” −multicultural, multireligiosa,
multiétnica−. Yo creo que la Iglesia, en el arco de toda su historia,
tantas veces −sin que seamos conscientes− tiene mucho que enseñarnos y
ayudarnos para una cultura de la diversidad. Tenemos que aprender. El
Espíritu Santo es el Maestro de la diversidad. Miremos a nuestras
diócesis, a nuestros presbíteros, a nuestras comunidades. Miremos a las
congregaciones religiosas. Tantos carismas, tantos modos de realizar la
experiencia creyente. La Iglesia es Una en una experiencia multiforme.
Es una, sí. Pero en una experiencia multiforme. Es esa la riqueza de la
Iglesia. Aunque sea una es multiforme. El Evangelio es uno en su
cuádruple forma. El Evangelio es uno, pero son cuatro y son distintos,
pero esa diversidad es una riqueza. El Evangelio es uno en una cuádruple
forma. Esto da a nuestras comunidades una riqueza que manifiesta la
acción del Espíritu. La Tradición eclesial tiene una gran experiencia de
cómo “gestionar” lo múltiple dentro de su historia y de su vida. Hemos
visto y vemos de todo: hemos visto y vemos muchas riquezas y muchos
horrores y errores.
Y aquí tenemos una buena clave que nos
ayuda a leer el mundo contemporáneo. Sin condenarlo ni santificarlo.
Reconociendo los aspectos luminosos y los aspectos oscuros. Así como
ayudándonos a discernir los excesos de uniformidad o de relativismo: dos
tendencias que intentan borrar la unidad de las diferencias, la
interdependencia. La Iglesia es Una en las diferencias. Es una, y las
diferencias se unen en la unidad. ¿Pero, quién hace las diferencias? El
Espíritu Santo: ¡es el Maestro de las diferencias! ¿Y quién hace la
unidad? El Espíritu Santo: ¡Él es también el Maestro de la unidad! Ese
gran Artista, ese gran Maestro de la unidad en las diferencias es el
Espíritu Santo. Y esto tenemos que comprenderlo bien. Luego hablaré más
adelante, a propósito del discernimiento: discernir cuándo es el
Espíritu quien hace las diferencias y la unidad, y cuándo no es el
Espíritu el que hace una diferencia y una división. ¿Cuántas veces hemos
confundido unidad con uniformidad? Y no es lo mismo. ¿O cuántas veces
hemos confundido pluralidad con pluralismo? Y no es lo mismo.
La uniformidad y el pluralismo no son de
buen espíritu: no vienen del Espíritu Santo. La pluralidad y la unidad,
en cambio, vienen del Espíritu Santo. En ambos casos lo que se intenta
hacer es reducir la tensión y eliminar el conflicto o la ambivalencia a
los que estamos sometidos en cuanto seres humanos. Intentar eliminar uno
de los polos de la tensión es eliminar el modo en que Dios ha querido
revelarse en la humanidad de su Hijo. Todo lo que no asume el drama
humano puede ser una teoría muy clara y distinta, pero no coherente con
la Revelación y por eso ideológica. La fe para ser cristiana y no
ilusoria debe configurarse dentro de los procesos: procesos humanos sin
reducirse a ellos. También esa es una bonita tensión. Es la bonita y
exigente tarea que nos ha dejado nuestro Señor, el “ya y no todavía” de
la Salvación. Y esto es muy importante: unidad en las diferencias. Esa
es una tensión, pero es una tensión que siempre nos hace crecer en la
Iglesia.
c. Una tercera cosa.
Hay una decisión que como pastores no podemos eludir: formar en el
discernimiento. Discernimiento de estas cosas que parecen opuestas, o
que son opuestas, para saber cuándo una tensión, una oposición viene del
Espíritu Santo y cuándo viene del Maligno. Y para eso, formar en el
discernimiento. Como me parece haber entendido en la pregunta, la
diversidad ofrece un escenario muy insidioso. La cultura de la
abundancia a la que estamos sometidos ofrece un horizonte de tantas
posibilidades, presentándolas todas como válidas y buenas. Nuestros
jóvenes están expuestos a un zapping continuo. Pueden navegar en
dos o tres pantallas abiertas a la vez, pueden interaccionar al mismo
tiempo en diversos escenarios virtuales. Nos guste o no, es el mundo en
el que estamos metidos, y es nuestro deber como pastores ayudarles a
atravesar ese mundo.
Por eso considero que sea bueno
enseñarles a discernir, para que tengan los instrumentos y los elementos
que les ayuden a recorrer el camino de la vida sin que se extinga el
Espíritu Santo que está en ellos. En un mundo sin posibilidades de
elección, o con menos posibilidades, quizá las cosas parecerían más
claras, no lo sé. Pero hoy nuestros fieles −y nosotros mismos− están
expuestos a esta realidad, y por eso estoy convencido de que como
comunidades eclesiales debemos incrementar el habitus del
discernimiento. Y esto es un desafío, y requiere la gracia del
discernimiento, para intentar aprender a tener el hábito del
discernimiento. Esa gracia, desde los pequeños a los adultos, todos.
Cuando se es niño es fácil que papá y
mamá nos digan lo que tenemos que hacer, y va bien −hoy no creo que sea
tan fácil; en mis tiempos sí, pero hoy no lo sé, pero en todo caso es
más fácil−. Pero conforme crecemos, en medio de una multitud de voces
donde aparentemente todas tienen razón, el discernimiento de lo que nos
conduce a la Resurrección, a la Vida y no a una cultura de muerte, es
crucial. Por eso subrayo tanto esta necesidad. Es un instrumento
catequético, y también para la vida. En la catequesis, en la guía
espiritual, en las homilías debemos enseñar a nuestro pueblo, enseñar a
los jóvenes, enseñar a los niños, enseñar a los adultos al
discernimiento. Y enseñarles a pedir la gracia del discernimiento.
Sobre esto os recomiendo aquella parte de la Exhortación Evangelii gaudium titulada «La misión que se encarna en los límites humanos»: números 40-45 de la Evangelii gaudium.
Y este es el tercer punto con el que te he respondido. Son cosas
pequeñas que a lo mejor ayudarán en vuestra reflexión sobre las
preguntas y luego en el diálogo entre vosotros. Te lo agradezco mucho.
Segunda pregunta. Roberto Crespi, diácono permanente
Santidad, buenos días. Soy
Roberto, diácono permanente. El diaconado entró en nuestro clero en 1990
y actualmente somos 143, no es un número grande, pero es un número
significativo. Somos hombres que viven plenamente su propia vocación, la
matrimonial o el celibato, pero viven también plenamente el mundo del
trabajo y de la profesión y traemos al clero el mundo de la familia y el
mundo del trabajo, llevamos todas esas dimensiones de la belleza y de
la experiencia, pero también de la fatiga y alguna vez también de las
heridas. Le preguntamos: como diáconos permanentes, ¿cuál es nuestra
parte para que podamos ayudar a delinear el rostro de Iglesia que es
humilde, que es desinteresada, que es feliz, esa que sentimos que está
en su corazón y de la que nos habla a menudo? Le agradezco su atención y
le aseguro nuestra oración y, con la nuestra, la de nuestras esposas y
de nuestras familias.
Gracias. Los diáconos tenéis mucho que
dar, mucho que dar. Pensemos en el valor del discernimiento. Dentro del
presbiterio, podéis ser una voz autorizada para mostrar la tensión que
hay entre el deber y el querer, las tensiones que se viven en la vida
familiar −¡vosotros tenéis suegra, por poner un ejemplo!−. Así como las
bendiciones que se viven en la vida familiar.
Pero debemos estar atentos a no ver a los diáconos como medio curas y medio laicos.
Eso es un peligro. Al final no están ni de acá ni de allá. No, eso no
se debe hacer, es un peligro. Verlos así nos hace daño y les hace daño a
ellos. Ese modo de considerarlos quita fuerza al carisma propio del
diaconado. Sobre esto quiero volver: el carisma propio del diaconado. Y
ese carisma está en la vida de la Iglesia. Y tampoco va bien la imagen
del diácono como una especie de intermediario entre los fieles y los
pastores. Ni a mitad de camino entre los curas y los laicos, ni a mitad
de camino entre los pastores y los fieles. Y hay dos tentaciones. Existe
el peligro del clericalismo: el diácono que es demasiado clerical. No,
no, eso no va. Yo algunas veces veo cuando alguno asiste a la liturgia:
parece casi querer tomar el puesto del cura. El clericalismo, guardaos
del clericalismo. Y la otra tentación, el funcionalismo: es una ayuda
que tiene el cura para esto o para aquello…; es un chico para hacer
ciertas tareas y no para otras cosas… No. Vosotros tenéis un carisma
claro en la Iglesia y debéis construirlo.
El diaconado es una vocación específica, una vocación familiar que reclama el servicio.
A mí me gusta mucho cuando [en los Hechos de los Apóstoles] los
primeros cristianos helenistas fueron a los apóstoles a lamentarse
porque sus viudas y sus huérfanos no estaban bien asistidos, y tuvieron
aquella reunión, aquel “sínodo” entre los apóstoles y los discípulos, e
“inventaron” los diáconos para servir. Y esto es muy interesante
también para los obispos, porque aquellos eran todos obispos, los que
hicieron a los diáconos. ¿Y qué nos dice? Que los diáconos sean los
servidores. Luego entendieron que, en aquel caso, era para asistir a las
viudas y a los huérfanos; pero servir. Y a nosotros obispos: la
oración y el anuncio de la Palabra; y esto nos hace ver cuál es el
carisma más importante de un obispo: rezar. ¿Cuál es la tarea de un
obispo, el primer deber? La oración.
Segunda tarea: anunciar la Palabra. Pero se ve bien la diferencia. Y a los diáconos: el servicio. Esta
palabra es la clave para entender vuestro carisma. El servicio como uno
de los dones característicos del pueblo de Dios. El diácono es −por así
decir− el custodio del servicio en la Iglesia. Cada palabra debe
ser bien medida. Vosotros sois los custodios del servicio en la
Iglesia: el servicio a la Palabra, el servicio en el Altar, el servicio a
los Pobres. Y vuestra misión, la misión del diácono, y su contribución
consisten en esto: en recordarnos a todos que la fe, en sus diversas
expresiones −la liturgia comunitaria, la oración personal, las diversas
formas de caridad− y en sus varios estados de vida −laical, clerical,
familiar− posee una esencial dimensión de servicio. El servicio a Dios y
a los hermanos. ¡Y cuánto camino hay que hacer en este sentido!
Vosotros sois los custodios del servicio en la Iglesia.
En eso consiste el valor de los carismas
en la Iglesia, que son un recuerdo y un don para ayudar a todo el
pueblo de Dios a no perder la perspectiva y las riquezas del obrar de
Dios. Vosotros no sois medio curas y medio laicos −eso sería
“funcionalizar” el diaconado−, sois sacramento del servicio a Dios y a
los hermanos. Y de esta palabra “servicio” deriva todo el desarrollo de
vuestro trabajo, de vuestra vocación, de vuestro ser en la Iglesia. Una
vocación que como todas las vocaciones no es solamente individual, sino
vivida en la familia y con la familia; en el Pueblo de Dios y con el
Pueblo de Dios.
En síntesis:
− No hay servicio al
altar, no hay liturgia que no se abra al servicio a los pobres, y no
hay servicio a los pobres que no conduzca a la liturgia;
− No hay vocación eclesial que no sea familiar.
Esto nos ayuda a revalorar el diaconado como vocación eclesial.
Finalmente, hoy parece que todo deba
“servirnos”, como si todo estuviese dirigido al individuo: la oración
“me sirve”, la comunidad “me sirve”, la caridad “me sirve”. Esto es un
dato de nuestra cultura. Vosotros sois el don que el Espíritu nos hace
para ver que el camino correcto va al contrario: en la oración sirvo, en
la comunidad sirvo, con la solidaridad sirvo a Dios y al prójimo. Y que
Dios os dé la gracia de crecer en ese carisma de custodiar el servicio
en la Iglesia. Gracias por lo que hacéis.
Tercera pregunta. Madre M. Paola Paganoni, osc
Santidad, soy Madre Paola de
las Ursulinas y estoy aquí en nombre de toda la vida consagrada presente
en la Iglesia milanesa, y también de toda la Lombardía. Le agradecemos
su presencia, pero sobre todo por el testimonio de vida que Usted nos
ofrece. De santa Marcelina, hermana de Ambrosio, la vida consagrada en
la Iglesia milanesa hasta hoy ha sido presencia viva, significativa, con
formas antiguas −y las ha visto aquí− y con formas nuevas. Queremos
preguntarle, Padre, ¿cómo ser hoy, para el hombre de hoy, testigos de
profecía, como Usted dice, custodios del asombro, y dar testimonio con
nuestra pobre vida, pero de una vida que sea obediente, virginal, pobre y
fraterna? Y luego, dadas nuestras pocas −parecemos numerosas, pero la
edad es anciana− dadas nuestras pocas fuerzas para el futuro, ¿qué
periferias existenciales, qué ámbitos elegir, privilegiar conscientes de
nuestra minoría, minoría en la sociedad y minoría también en la
Iglesia? Gracias. Le aseguramos nuestro recuerdo diario.
Gracias. Me gusta, a mí me gusta la
palabra “minoría”. Es verdad que es el carisma de los franciscanos, pero
también todos debemos ser “menores”: es una actitud espiritual, la
minoría, que es como el sello del cristiano. Me gusta que usted haya
usado esa palabra. Y comenzaré por esta última palabra: minoría.
Normalmente −pero no digo que sea su caso− es una palabra que se
acompaña de un sentimiento: “Parecemos muchas, pero tantas son ancianas,
somos pocas…”. ¿Y el sentimiento que está debajo cuál es? La resignación.
Mal sentimiento. Sin darnos cuenta, cada vez que pensamos o constatamos
que somos pocos, o en muchos casos ancianos, que experimentamos el
peso, la fragilidad más que el esplendor, nuestro espíritu empieza a ser
corroído por la resignación. Y la resignación lleva luego a la acedia…
Por favor, si tenéis tiempo leed lo que
dicen los Padres del desierto sobre la acedia: es una cosa que tiene
tanta actualidad, hoy. Creo que aquí nace la primera acción a la que
debemos prestar atención: pocos sí, en minoría sí, ancianos sí,
¡resignados no! Son hilos muy sutiles que se reconocen solo ante el
Señor examinando nuestra interioridad. El cardenal, cuando ha hablado,
ha dicho dos palabras que me han emocionado mucho. Hablando de la
misericordia ha dicho que la misericordia “restaura y da paz”. Un buen
remedio contra la resignación es esta misericordia que restaura y da
paz. Cuando caemos en la resignación, nos alejamos de la misericordia,
vamos enseguida a uno o a una, al Señor a pedir misericordia, para que
nos restaure y nos dé la paz.
Cuando nos asalta la resignación,
vivimos con el imaginario de un pasado glorioso que, lejos de despertar
el carisma inicial, nos envuelve cada vez más en una espiral de pesadez
existencial. Todo se hace más pesado y difícil de llevar. Y aquí, esto
es algo que no tenía escrito, pero lo diré, aunque es un poco feo
decirlo, pero perdonadme, sucede, y lo diré. Empiezan a ser pesadas las
estructuras vacías, no sabemos qué hacer y pensamos venderlas para tener
dinero, dinero para la vejez… Empezamos a ser pesados con el dinero que
tenemos en el banco… ¿Y la pobreza dónde va? Pero el Señor es bueno, y
cuando una congregación religiosa no va por la senda del voto de
pobreza, le suele mandar un ecónomo o una ecónoma mala que lo hunde
todo. ¡Y eso es una gracia! [se ríe y aplauden]. Decía que todo se hace
más pesado y difícil de llevar. Y la tentación siempre es buscar las
seguridades humanas. He hablado de dinero, que es una de las seguridades
más humanas que tenemos cerca. Por eso, nos hace bien a todos revisar
los orígenes, hacer una peregrinación a los orígenes, una memoria que
nos salva de una imaginación gloriosa pero irreal del pasado.
«La mirada de fe es capaz de reconocer −dice la Evangelii gaudium−
la luz que siempre el Espíritu Santo difunde en medio de la oscuridad,
sin olvidar que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20).
Nuestra fe tiene el desafío de descubrir el vino en que el agua puede
ser transformada, y el grano que crece en medio de la cizaña» (n. 84).
Nuestros padres y madres fundadores no
pensaron nunca en ser una multitud, o una gran mayoría. Nuestros
fundadores se sintieron movidos por el Espíritu Santo en un momento
concreto de la historia a ser presencia gozosa del Evangelio para los
hermanos; a renovar y edificar la Iglesia como fermento en la masa, como
sal y luz del mundo. Estoy pensando, tengo clara la frase de un
fundador, pero muchos han dicho lo mismo: “Tened miedo de la multitud”.
Que no vengan tantos, por el miedo de no formarlos bien, el temor de no
dar el carisma… Uno la llamaba la “turbamulta”. No. Ellos pensaban simplemente en llevar adelante el Evangelio, el carisma.
Creo que uno de los motivos que nos
frenan o nos quitan la alegría está en este aspecto. Nuestras
congregaciones no nacieron para ser masa, sino un poco de sal y un poco
de levadura, que daría su propia contribución para que la masa crezca;
para que el Pueblo de Dios tenga el “condimento” que le faltaba. Durante
muchos años hemos tenido la tentación de creer, y muchos hemos crecido
con la idea de que las familias religiosas deberían ocupar espacios más
que emprender procesos, y esa es una tentación. Nosotros debemos
comenzar procesos, no ocupar espacios. Yo tengo miedo de las
estadísticas, porque nos engañan, tantas veces. Nos dicen la verdad de
una parte, pero luego entra la ilusión y nos llevan al engaño. Ocupar
espacios más que animar procesos: estábamos tentados por eso, porque
pensábamos que como éramos muchos, el conflicto podía prevalecer sobre
la unidad; que las ideas (o nuestra imposibilidad de cambiar) fueran más
importantes que la realidad; o que la parte (nuestra pequeña parte o
visión del mundo) sea superior al todo eclesial (cfr. ibid.,
222-237). Es una tentación. Pero nunca he visto a un panadero que para
hacer una pizza tome medio kilo de levadura y 100 gramos de harina, no.
Es al contrario. El fermento, poco, para hacer crecer la harina.
Hoy la realidad nos interpela, hoy la realidad nos invita a ser nuevamente un poco de levadura, un poco de sal. Ayer tarde, en l’Osservatore Romano,
que sale por la tarde con la fecha de hoy, está la despedida de las
últimas dos Pequeñas Hermanas de Jesús de Afganistán, entre los
musulmanes, porque no había más, y ya ancianas, debían volver. Hablaban
afgano. Muy queridas por todos: musulmanes, católicos, cristianos… ¿Por
qué? Porque eran testigos. ¿Por qué? Porque estaban consagradas a Dios
Padre de todos. Y yo pensé, le dije al Señor, mientras leías eso
−buscadlo hoy, en l’Osservatore Romano, que os hará pensar en lo
que usted ha preguntado−: “Pero Jesús, ¿por qué dejas esa gente así?”. Y
me vino a la mente el pueblo coreano, que tuvo al principio tres o
cuatro misioneros chinos −al inicio− y luego durante dos siglos el
mensaje fue llevado adelante solo por laicos.
Los caminos del Señor son como él quiere
que sean. Pero nos vendrá bien hacer un acto de confianza: ¡es Él quien
conduce la historia! Es verdad. Nosotros hacemos de todo para crecer,
para ser fuertes… Pero no la resignación. Emprender procesos. Hoy la
realidad nos interpela −repito− la realidad nos invita a ser nuevamente
un podo de fermento, un poco de sal. ¿Podéis pensar una comida con mucha
sal? Nadie la comería. Hoy, la realidad −por muchos factores que no
podemos ahora detenernos a analizar− nos llama a empezar procesos más
que a ocupar espacios, a luchar por la unidad más que apegarnos a
conflictos pasados, a escuchar la realidad, a abrirnos a la “masa”, al
santo Pueblo fiel de Dios, al todo eclesial. Abrirnos al todo eclesial.
Una minoría bendita, que está invitada
nuevamente a fermentar, fermentar en sintonía con lo que el Espíritu
Santo inspiró en el corazón de vuestros fundadores y en el corazón de
vosotros mismos. Esto es lo que hace falta hoy.
Paso a una última cosa. No osaría
deciros a qué periferias existenciales debe dirigirse la misión, porque
normalmente el Espíritu ha inspirado los carismas para las periferias,
para ir a los lugares, en las esquinas habitualmente abandonadas. No
creo que el Papa pueda deciros: ocupaos de esta o de aquella. Lo que el
Papa puede deciros es esto: ¡sois pocas, sois pocas, sois las que sois,
id a las periferias, id a los confines a encontraros con el Señor, a
renovar la misión de los orígenes, a la Galilea del primer encuentro,
volved a la Galilea del primer encuentro! Y esto nos hará bien a todos,
nos hará crecer, nos hará multitud.
Me viene a la cabeza ahora la confusión
que debió tener nuestro Padre Abraham: le hacen mirar el cielo: “¡Cuenta
las estrellas!” −pero no podía−, así será tu descendencia”. Y luego:
“Tu único hijo” −el único, el otro se había ido ya, pero este tenía la
promesa− “hazlo subir al monte y ofrécemelo en sacrificio”. De aquella
multitud de estrellas, a sacrificar al propio hijo: la lógica de Dios no
se entiende. Solo, se obedece. Y esta es la senda por la que debéis ir.
Elegid las periferias, despertad procesos, encended la esperanza
apagada y débil de una sociedad que se ha vuelto insensible al dolor de
los demás. En nuestra fragilidad como congregaciones podemos estar más
atentos a tantas fragilidades que nos rodean y transformarlas en espacio
de bendición. Será el momento que el Señor os dirá: “Quieto, hay un
cabritillo ahí. No sacrifiques a tu único hijo”. Id y llevad la “unción”
de Cristo, id. ¡No os estoy echando! Solo digo: id a llevar la misión
de Cristo, vuestro carisma.
Y no olvidemos que «cuando se mete Jesús
en medio de su pueblo, el pueblo encuentra alegría. Sí, solo esto podrá
devolvernos la alegría y la esperanza, solo esto nos salvará de vivir
en una actitud de supervivencia. Por favor no, eso es resignación. ¡No
sobrevivir, vivir! Solo esto hará fecunda nuestra vida y mantendrá vivo
nuestro corazón. Poner a Jesús donde debe estar: en medio de su pueblo» (Homilía en la Presentación del Señor, XXI Jornada Mundial de la vida consagrada, 2-II-2017). Y esa es vuestra tarea. Gracias, madre. Gracias.
Y ahora, recemos juntos. Os daré la
bendición y os pido, por favor, que recéis por mí porque necesito ser
sostenido por las oraciones del pueblo de Dios, de los consagrados y de
los sacerdotes. Muchas gracias. Oremos […]
Rezo del Ángelus y bendición en la explanada del Duomo
Queridos hermanos y hermanas, os saludo y
os agradezco esta calurosa acogida aquí en Milán. ¡La niebla se ha ido!
Las malas lenguas dicen que vendrá la lluvia… No sé, yo no la veo
todavía. Muchas gracias por vuestro cariño, y os pido por favor vuestra
oración, que recéis por mí, para que yo pueda servir al pueblo de Dios,
servir al Señor, y hacer su voluntad. Y ahora os invito a rezar juntos
el Ángelus, todos juntos: Angelus Domini…
Por la tarde,
tuvo lugar el caluroso encuentro con los fieles de la diócesis de Milán
en el Parque de Monza, donde celebró la Eucaristía en una catedral a
cielo abierto.
Homilía del Santo Padre
Acabamos de escuchar el anuncio más importante de nuestra historia: la anunciación a María (cfr. Lc
1,26-38). Un pasaje denso, lleno de vida, y que me gusta leer a la luz
de otro anuncio: el del nacimiento de Juan Bautista (cfr. Lc
1,5-20). Dos anuncios seguidos y que están unidos; dos anuncios que,
comparados entre sí, nos muestran lo que Dios nos da en su Hijo.
La anunciación de Juan Bautista tiene
lugar cuando Zacarías, sacerdote, preparado para comenzar la acción
litúrgica, entra en el Santuario del Templo, mientras toda la asamblea
está fuera esperando. La anunciación de Jesús, en cambio, sucede en un
lugar perdido de Galilea, en una ciudad periférica y con una fama no
precisamente buena (cfr. Jn 1,46), en el anonimato de la casa de una joven llamada María.
Un contraste no de poca importancia, que
nos señala que el nuevo Templo de Dios, el nuevo encuentro de Dios con
su pueblo tendrá lugar en un sitio que normalmente no nos esperamos, en
los márgenes, en las periferias. Ahí se darán cita, ahí se encontrarán;
ahí Dios se hará carne para caminar junto a nosotros desde el seno de su
Madre. Ya no habrá un lugar reservado a unos pocos mientras que la
mayoría se queda fuera esperando. Nada ni nadie será indiferente,
ninguna situación quedará privada de su presencia: la alegría de la
salvación tiene inicio en la vida ordinaria de la casa de una joven de
Nazaret.
Dios mismo es quien toma la iniciativa y
decide quedarse, como hizo con María, en nuestras casas, en nuestras
luchas diarias, llenas de ansias y anhelos. Y es justamente en nuestras
ciudades, en nuestras escuelas y universidades, en las plazas y
hospitales donde se cumple el anuncio más bonito que podamos escuchar:
«Alégrate, el Señor está contigo». Una alegría que engendra vida, que
engendra esperanza, que se hace carne en el modo en el que vemos el
mañana, en la actitud con la que vemos a los demás. Una alegría que se
hace solidaridad, hospitalidad, misericordia con los demás.
Al igual que María, también a nosotros
nos puede invadir el desconcierto. ¿«Cómo sucederá esto», en tiempos
llenos de especulación? Se especula hoy sobre la vida, sobre el trabajo,
sobre la familia. Se especula sobre los pobres y los marginados; se
especula sobre los jóvenes y sobre su futuro. Todo parece reducirse a
cifras, dejando, de otro lado, que la vida ordinaria de tantas familias
se manche de precariedad y de inseguridad. Mientras el dolor toca muchas
puertas, mientras en tantos jóvenes crece la insatisfacción por falta
de oportunidades reales, la especulación abunda por todas partes.
Ciertamente, el ritmo vertiginoso al que
estamos sometidos parece robarnos la esperanza y la alegría. Las
presiones e impotencias ante tantas situaciones parecen vaciar el alma y
volvernos insensibles ante numerosos desafíos. Y paradójicamente,
cuando todo se acelera para construir −en teoría− una sociedad mejor, al
final no hay tiempo para nada ni para nadie. Hemos perdido el tiempo
para la familia, para la comunidad, perdemos el tiempo para la amistad,
para la solidaridad y para la memoria.
Nos hará bien preguntarnos: ¿Cómo es
posible vivir la alegría del Evangelio hoy en nuestras ciudades? ¿Es
posible la esperanza cristiana en esta situación, aquí y ahora?
Estas dos preguntas tocan nuestra
identidad, la vida de nuestras familias, de nuestros países y de
nuestras ciudades. Tocan la vida de nuestros hijos, de nuestros jóvenes y
exigen de nuestra parte un nuevo modo de situarnos en la historia. Si
continúa siendo posible la alegría y la esperanza cristiana no podemos,
no queremos permanecer ante tantas situaciones dolorosas como meros
espectadores que miran al cielo esperando que “deje de llover”. Todo lo
que sucede exige de nosotros que miremos al presente con audacia, con la
audacia de quien conoce la alegría de la salvación y toma forma en la
vida ordinaria de la casa de una joven de Nazaret.
Ante el desconcierto de María, ante
nuestros desconciertos, tres son las claves que el Ángel nos ofrece para
ayudarnos a aceptar la misión que se nos confía.
El primer desafío: evocar la memoria
Lo primero que el Ángel hace es evocar
la memoria, abriendo así el presente de María a toda la historia de la
salvación. Evoca la promesa hecha a David como fruto de la alianza con
Jacob. María es la hija de la Alianza. También nosotros estamos
invitados a hacer memoria, a mirar nuestro pasado para no olvidar de
dónde venimos. Para no olvidarnos de nuestros antepasados, de nuestros
abuelos y de todo lo que han pasado para llegar a donde estamos hoy.
Esta tierra y su gente han conocido el dolor de dos guerras mundiales; y
a veces han visto su merecida fama de laboriosidad y civilización
contaminada por descontroladas ambiciones. La memoria nos ayuda a no
permanecer prisioneros de discursos que siembran fracturas y divisiones
como único modo de resolver los conflictos. Evocar la memoria es el
mejor antídoto a nuestra disposición ante las soluciones mágicas de la
división y de la extrañez.
El segundo desafío: la pertenencia al Pueblo de Dios
La memoria permite a María apoyarse en
su pertenencia al Pueblo de Dios. ¡Nos hará bien recordar que somos
miembros del Pueblo de Dios! Milaneses, sí, Ambrosianos, cierto, pero
parte del gran Pueblo de Dios. Un pueblo formado de mil rostros,
historia y proveniencias, un pueblo multicultural y multiétnico. Esta es
una de nuestras riquezas. Es un pueblo llamado a hospedar las
diferencias, a integrarlas con respeto y creatividad y a celebrar la
novedad que proviene de los demás; es un pueblo que no tiene miedo de
abrazar los confines, las fronteras; es un pueblo que no tiene miedo de
acoger a quien se encuentra en la necesidad porque sabe que ahí está
presente su Señor.
Y la tercera clave de desafío es la posibilidad de lo imposible
«Nada es imposible para Dios» (Lc
1,37): así termina la respuesta del Ángel a María. Cuando creemos que
todo depende exclusivamente de nosotros nos quedamos prisioneros de
nuestras capacidades, de nuestras fuerzas, de nuestros miopes
horizontes. Cuando, en cambio, nos disponemos a dejarnos ayudar, a
dejarnos aconsejar, cuando nos abrimos a la gracia, parece que lo
imposible comienza a hacerse realidad. Lo saben bien estas tierras que,
en el curso de su historia, han generado muchos carismas, muchos
misioneros, mucha riqueza para la vida de la Iglesia. Tantos rostros
que, superando el pesimismo estéril y divisor, se han abierto a la
iniciativa de Dios y se han convertido en signo de lo fecunda que puede
ser una tierra que no se deja encerrar en sus ideas, en sus límites y en
sus capacidades y se sabe abrir a los demás.
Como ayer, Dios continúa buscando
aliados, sigue buscando hombres y mujeres capaces de creer, capaces de
hacer memoria, de sentirse parte de su pueblo para cooperar con la
creatividad del Espíritu. Dios continúa recorriendo nuestros barrios y
nuestras calles, se lanza en todo lugar en búsqueda de corazones capaces
de escuchar su invitación y de hacerlo carne aquí y ahora.
Parafraseando a San Ambrosio en su comentario a este pasaje podemos
decir: Dios sigue buscando corazones como el de María, dispuestos a
creer a pesar de unas condiciones absolutamente extraordinarias (cfr. Exp. del Evan. seg. Lucas II, 17: PL 15, 1559). Que el Señor acreciente en nosotros esta fe y esta esperanza.
Por la tarde,
tras una intensa jornada de actividades, el Papa culminó su visita en
Milán con un emotivo encuentro multitudinario con los jóvenes que
recibirán este año el sacramento de la confirmación y que tuvo lugar en
el Estadio de San Siro.
Encuentro con jóvenes en San Siro
Un joven llamado David
Cuando tenía nuestra edad, ¿qué cosas le ayudaban a hacer crecer en amistad con Jesús?
Buenas tardes. David ha hecho una
pregunta muy sencilla que para mí es fácil de responder porque solamente
debo hacer un poco de memoria. Memoria de los tiempos en los que yo
tenía vuestra edad, y la respuesta tiene tres elementos con un vínculo
en común. Los primeros que me ayudaron fueron los abuelos. Os
preguntaréis: ¿Y cómo, Padre? ¿Los abuelos pueden hacer crecer la
amistad con Jesús, qué pensáis? ¿Pero, cómo? Diréis: Los abuelos son de
otra época, los abuelos no saben usar el ordenador, no tienen móviles.
Pregunto una vez más, ¿los abuelos pueden ayudarnos a hacer crecer la
amistad con Jesús? Sí, claro que sí. Esa fue mi experiencia,
los abuelos me hablaron normalmente de las cosas de la vida. Un abuelo
mío era carpintero, el mismo oficio de Jesús, así cuando miraba a mi
abuelo pensaba en Jesús. El otro abuelo me decía: “nunca vayas a la cama
sin decirle una palabra a Jesús”, mi abuela me enseñó a rezar, también
mi madre y mi otra abuela igual. Lo importante es que los abuelos tienen
sabiduría de la vida. Ellos con esa sabiduría nos enseñan cómo estar
más cerca de Jesús. A mí me lo enseñaron. Un consejo: hablad con los
abuelos, hacedles todas las preguntas que queráis, hablad… es importante
en estos tiempos hablar con los abuelos.
Después me ayudó mucho jugar con mis
amigos, porque jugar bien y sentir la alegría del juego con los amigos,
sin insultarse, hace sentirnos más cerca de Jesús, nos hace pensar que
así jugaba Jesús. Os pregunto ¿Jesús jugaba? Él era Dios, ¿puede jugar
Dios? Sí, la respuesta es sí. Jesús jugaba, jugaba con los demás. A
nosotros nos hace bien jugar con los demás, con los amigos, porque
cuando el juego es limpio, se aprende a respetar a los otros, a hacer el
trabajo en equipo, todos juntos y eso nos une a Jesús. Así que jugar
con los amigos. Uno ha preguntado, ¿pelear con los amigos ayuda a
conocer a Jesús? No. Por eso, si uno discute (porque es normal pelear),
pide perdón y se acaba la historia, ¿está claro? A mí me ayudó mucho
jugar con los amigos.
Y una tercera cosa que me ayudó a crecer
en la amista es la parroquia, reunirme con los otros. Esto es muy
importante. A vosotros os gusta ir a la parroquia.
Estas tres cosas, os harán crecer en la
amistad con Jesús, es un consejo que os doy. Porque con estas tres cosas
rezaréis más. Y la oración es ese vínculo que une las tres cosas: los
abuelos, mis amigos y la parroquia.
Un padre
¿Cómo transmitir a nuestros
hijos la belleza de la fe? A veces parece muy difícil hablar de este
tema sin ser aburridos y mundanos, o peor aún, autoritarios.
Creo que esa es una de las cuestiones
clave que toca nuestras vidas como padres, como pastores, como
educadores: la transmisión de la fe. Y me gustaría encomendarla a
vosotros. Os invito a recordar cuáles han sido las personas que han
dejado una huella en vuestra fe y qué cosa de ellas os impresionó más.
Os invito, a los padres, a volver a ser niños por unos minutos y
recordar las personas que os ayudaron a creer. ¿Quién me ayudó a creer?
El padre, la madre, los abuelos, una catequista, una tía, el párroco,
una vecina quizás…
Todos llevamos con nosotros en la
memoria, pero especialmente en el corazón, a alguien que nos ayudó a
creer. Ahora os invito a hacer un minuto de silencio y a
preguntarnos: ¿Quién me ayudó a creer? Y yo respondo también, y para
responder con sinceridad debo regresar con el recuerdo a Lombardía, a mí
me ayudó a crecer en la fe un sacerdote muy bueno que me bautizó y
luego me acompañó hasta la entrada en el noviciado. Y esto lo debo a
vosotros, los lombardos. Y no me olvido nunca de aquel sacerdote, nunca,
nunca, que era un apóstol del confesionario. Misericordioso, bueno,
trabajador y así me ayudó a crecer en la fe.
Os preguntaréis por qué este pequeño
ejercicio. Nuestros hijos nos miran constantemente, aunque no nos demos
cuenta; nos observan todo el tiempo e intentan imitarnos. Conocen
nuestras alegrías, nuestras tristezas y preocupaciones. Cuánto sufren
los niños cuando los padres pelean, cuando se separan. Cuando se trae un
hijo al mundo, debéis ser conscientes de esto. Debéis tener la
responsabilidad de hacer crecer en la fe de ese hijo. Os ayudara mucho
leer la exhortación Amoris Laetitia, sobre todo los primeros
capítulos sobre el amor en el matrimonio, el capítulo cuatro. No os
olvidéis. Cuando peleáis, los niños sufren y no crecen en la fe. Lo
captan todo y, como son muy intuitivos, sacan sus propias conclusiones y
enseñanzas.
Saben cuándo les hacemos trampas o
cuándo no. Lo saben, son muy listos. Por eso, una de las primeras cosas
que os digo es: cuidadlos, cuidad el corazón de vuestros hijos, cuidad
sus alegrías y esperanzas. Los “ojitos” de vuestros hijos, poco a poco
memorizan y leen con el corazón cómo la fe es una de las mejores
herencias que han recibido de sus padres, de sus ancestros. Mostrarles
cómo la fe te ayuda a salir adelante, no con una actitud pesimista sino
con confianza.
Hay un dicho: “Las palabras se las lleva
el viento”, pero lo que se siembra en la memoria, en el corazón,
permanece para siempre.
En segundo lugar, en varios países,
muchas familias tienen la costumbre de ir a misa juntos, después van a
un parque y llevan a sus hijos a jugar juntos. Eso es bonito porque
ayuda a cumplir el mandamiento de santificar las fiestas. No sólo ir a
Misa a rezar, o a dormirse, ¡que sucede! (risas). No sólo ir a misa sino
estar un poco juntos recuperando una bonita tradición que en Buenos
Aires llamamos “dominguear”, es decir, “vivir el domingo”.
Creo que es un elemento bello para
redescubrir y valorar. Estos tiempos son muy difíciles, porque muchos
padres para dar de comer a sus hijos deben trabajar también los
domingos. Yo siempre les pregunto a los padres cuando me dicen que
pierden la paciencia con los hijos, y les digo: ¿Tú juegas con tus
hijos? Y no saben qué responder. Los padres en estos tiempos no pueden o
han perdido el hábito de jugar con sus hijos. Quedaos con esto: jugar
con los hijos, “perder el tiempo” en jugar con ellos y transmitirles la
fe de nuestros antepasados, es la gratuidad de Dios.
Y en tercer lugar, es fundamental la
educación familiar en la solidaridad. Me gusta acentuar la importancia
de la alegría, la gratuidad y buscar a otras familias para vivir y
compartir la fe como un espacio de gozo familiar. “No hay fiesta sin
solidaridad, ni solidaridad sin fiesta”, porque cuando uno es solidario
es alegre también, y si es alegre es solidario. Educar a los hijos en la
solidaridad que cuesta, no la que sobra. Y esto nuestros hijos lo
aprenden en casa.
Un catequista
Nuestro Arzobispo nos ha
animado desde hace tiempo a constituir una “comunidad educadora”, en la
que el compartir fraterno entre catequistas, maestros, padres y
entrenadores sostenga el deber educativo común. ¿Qué consejos nos puede
dar para abrirnos a la escucha y al diálogo con todos los educadores que
tienen que ver con nuestros jóvenes?
Primero, una educación basada en
el pensar, hacer y sentir (cabeza, manos, corazón). El conocimiento es
multiforme y nunca uniforme. Muchas veces los maestros piensan que su
materia es la más importante de todas. Muchos piensan que su área de
enseñanza es única. Somos un poco celosos de nuestras cosas, y no nos
damos cuenta de que todos estamos formando al mismo niño o joven. Por
eso es fundamental ponernos de acuerdo para mostrar que todos los
saberes son importantes y que cuanto más se desarrollan, más rica es la
educación.
En cuanto al punto anterior, entre
nuestros estudiantes hay algunos que destacan más en el deporte, otros
en las ciencias, las matemáticas, etc. Un buen maestro, educador o
entrenador sabe estimular las buenas cualidades de sus alumnos, sin
descuidar a los demás, buscando siempre la complementariedad. Ninguno
puede ser bueno en todo y esto debemos enseñárselo a nuestros alumnos.
Otro punto que considero importante es
la educación por proyectos. Poder enseñar a trabajar de manera
poliédrica y no lineal. Que puedan estudiar el mismo fenómeno desde
diversas perspectivas y hacer propuestas. Sí, hacer propuestas de
mejora, que ellos se sientan partícipes de su propia educación. A veces
veo programas educativos que quieren convertir a los alumnos en súper
hombres y súper mujeres. De esa manera se les somete desde pequeños a
presiones muy fuertes. Está bien estimularlos, pero atención: los niños
también necesitan jugar, divertirse, dormir. Esto forma parte del
crecimiento. Los descansos, el reposo, el juego, así como la
frustración, son partes importantes del crecimiento.
Recuperar el asombro de equilibrar el
determinismo. La tecnología nos ofrece muchas cosas y permite a nuestros
jóvenes conocer tanto y de manera instantánea. Han llegado a tener un
acceso a la información que jamás habríamos imaginado. Muchas veces
hablando con algunos de ellos me sorprendo de las cosas que saben, o las
buscan sin problema y te dicen: “ahora lo busco”. Esto les ofrece
muchos instrumentos y posibilidades. Pero hay una cosa que la tecnología
no puede dar: la compasión. Y eso se aprende sólo entre humanos, con
los demás.
Por último, quisiera mencionar un fenómeno muy feo en esta época que me preocupa mucho: el bullying.
Estad atentos. Y ahora os pregunto a los jóvenes que se van a
confirmar. Os pregunto: ¿en vuestro barrio hay algún joven del que os
reís u os burláis, aunque sea por su aspecto físico, o que incluso le
pegáis? Eso se llama bullying. Por favor, os pido que para
recibir el sacramento de la santa confirmación hagáis la promesa de que
jamás haréis eso y que jamás permitiréis que eso le pase a otros. ¿Me lo
prometéis? ¡Sí! (contestan los jóvenes).
Por favor, nunca os riais u os burléis
de un compañero, un vecino, un amigo ¿Me lo prometéis? Ahora en silencio
pensad lo feo que es eso y pensad se sois capaces de prometérselo a
Jesús. ¿Prometéis a Jesús que jamás haréis ese bullying? ¡Sí! (contestan). Gracias, y que el Señor os bendiga y no os olvidéis de rezar por mí.