Distinguidos invitados:
Les doy las gracias por su presencia aquí esta tarde, en la víspera
del 60 aniversario de la firma de los Tratados constitutivos de la
Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía
Atómica. Quiero manifestarles el afecto de la Santa Sede hacia sus
respectivos países y al conjunto de Europa, y a cuyos destinos, por
disposición de la Providencia, se siente inseparablemente unida. Dirijo
un especial agradecimiento al Honorable Paolo Gentiloni, Presidente del
Consejo de Ministros de la República Italiana, por las deferentes
palabras que ha pronunciado en nombre de todos y por el trabajo que
Italia ha realizado para organizar este encuentro; así como al Honorable
Antonio Tajani, Presidente del Parlamento Europeo, que ha dado voz a
las esperanzas de los pueblos de la Unión en este aniversario.
Volver a Roma sesenta años más tarde no puede ser sólo un viaje al
pasado, sino más bien el deseo de redescubrir la memoria viva de ese
evento para comprender su importancia en el presente. Es necesario
conocer bien los desafíos de entonces para hacer frente a los de hoy y a
los del futuro. Con sus narraciones, llenas de evocaciones, la Biblia
nos ofrece un método pedagógico fundamental: la época en que vivimos no
se puede entender sin el pasado, el cual no hay que considerarlo como un
conjunto de sucesos lejanos, sino como la savia vital que irriga el
presente. Sin esa conciencia la realidad pierde su unidad, la historia
su hilo lógico y la humanidad pierde el sentido de sus actos y la
dirección de su futuro.
El 25 de marzo de 1957 fue un día cargado de expectación y
esperanzas, entusiasmos y emociones, y sólo un acontecimiento
excepcional, por su alcance y sus consecuencias históricas, pudo hacer
que fuera una fecha única en la historia. El recuerdo de ese día está
unido a las esperanzas actuales y a las expectativas de los pueblos
europeos que piden discernir el presente para continuar con renovado
vigor y confianza el camino comenzado.
Eran muy conscientes de ello los Padres fundadores y los líderes que,
poniendo su firma en los dos Tratados, dieron vida a aquella realidad
política, económica, cultural, pero sobre todo humana, que hoy llamamos
la Unión Europea. Por otro lado, como dijo el Ministro de Asuntos
Exteriores belga Spaak, se trataba, «es cierto, del bienestar material
de nuestros pueblos, de la expansión de nuestras economías, del progreso
social, de posibilidades comerciales e industriales totalmente nuevas,
pero sobre todo (…) [de] una concepción de la vida a medida del hombre,
fraterna y justa».[1]
Después de los años oscuros y sangrientos de la Segunda Guerra
Mundial, los líderes de la época tuvieron fe en las posibilidades de un
futuro mejor, «no pecaron de falta de audacia y no actuaron demasiado
tarde. El recuerdo de las desgracias del pasado y de sus propias culpas
parece que les ha inspirado y les ha dado el valor para olvidar viejos
enfrentamientos y pensar y actuar de una manera totalmente nueva para
lograr la más importante transformación […] de Europa».[2]
Los Padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto
de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que
seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su
dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de
derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar. El origen
de la idea de Europa es «la figura y la responsabilidad de la persona
humana con su fermento de fraternidad evangélica, […] con su deseo de
verdad y de justicia que se ha aquilatado a través de una experiencia
milenaria».[3] Roma, con su vocación de universalidad,[4] es el símbolo
de esa experiencia y por eso fue elegida como el lugar de la firma de
los Tratados, porque aquí –recordó el Ministro holandés de Asuntos
Exteriores Luns– «se sentaron las bases políticas, jurídicas y sociales
de nuestra civilización».[5]
Si estaba claro desde el principio que el corazón palpitante del
proyecto político europeo sólo podía ser el hombre, también era evidente
el peligro de que los Tratados quedaran en letra muerta. Había que
llenarlos de espíritu que les diese vida. Y el primer elemento de la
vitalidad europea es la solidaridad. «La Comunidad Económica Europea
–declaró el Primer Ministro de Luxemburgo Bech– sólo vivirá y tendrá
éxito si, durante su existencia, se mantendrá fiel al espíritu de
solidaridad europea que la creó y si la voluntad común de la Europa en
gestación es más fuerte que las voluntades nacionales».[6] Ese espíritu
es especialmente necesario ahora, para hacer frente a las fuerzas
centrífugas, así como a la tentación de reducir los ideales
fundacionales de la Unión a las exigencias productivas, económicas y
financieras.
De la solidaridad nace la capacidad de abrirse a los demás. «Nuestros
planes no son de tipo egoísta»,[7] dijo el Canciller alemán Adenauer.
«Sin duda, los países que se van a unir (…) no tienen intención de
aislarse del resto del mundo y erigir a su alrededor barreras
infranqueables»,[8] se hizo eco el Ministro de Asuntos Exteriores
francés Pineau. En un mundo que conocía bien el drama de los muros y de
las divisiones, se tenía muy clara la importancia de trabajar por una
Europa unida y abierta, y de esforzarse todos juntos por eliminar esa
barrera artificial que, desde el Mar Báltico hasta el Adriático, dividía
el Continente. ¡Cuánto se ha luchado para derribar ese muro!
Sin embargo, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo. Se ha
perdido también la conciencia del drama de las familias separadas, de la
pobreza y la miseria que provocó aquella división. Allí donde desde
generaciones se aspiraba a ver caer los signos de una enemistad forzada,
ahora se discute sobre cómo dejar fuera los «peligros» de nuestro
tiempo: comenzando por la larga columna de mujeres, hombres y niños que
huyen de la guerra y la pobreza, que sólo piden tener la posibilidad de
un futuro para ellos y sus seres queridos.
En el vacío de memoria que caracteriza a nuestros días, a menudo se
olvida también otra gran conquista fruto de la solidaridad sancionada el
25 de marzo de 1957: el tiempo de paz más largo de los últimos siglos.
«Pueblos que a lo largo de los años se han encontrado con frecuencia en
frentes opuestos, combatiendo unos contra otros, (…) ahora, sin embargo,
están unidos por la riqueza de sus peculiaridades nacionales».[9] La
paz se construye siempre con la aportación libre y consciente de cada
uno. Sin embargo, «para muchos la paz es de alguna manera un bien que se
da por descontado»[10] y así no es difícil que se acabe por
considerarla superflua. Por el contrario, la paz es un bien valioso y
esencial, ya que sin ella no es posible construir un futuro para nadie, y
se termine por «vivir al día».
La unidad de Europa es fruto, en efecto, de un proyecto claro, bien
definido, debidamente ponderado, si bien al principio todavía muy
incipiente. Todo buen proyecto mira hacia el futuro y el futuro son los
jóvenes, llamados a hacer realidad las promesas del mañana.[11] Los
Padres fundadores, por tanto, tenían clara la conciencia de formar parte
de una empresa colectiva, que no sólo traspasaba las fronteras de los
Estados, sino también las del tiempo, a fin de unir a las generaciones
entre sí, todas igualmente partícipes en la construcción de la casa
común.
Distinguidos invitados:
A los Padres de Europa he dedicado esta primera parte de mi intervención, para que nos dejemos interpelar por sus palabras, por la actualidad de su pensamiento, por el apasionado compromiso en favor del bien común que los ha caracterizado, por la convicción de formar parte de una obra más grande que sus propias personas y por la amplitud del ideal que los animaba. Su denominador común era el espíritu de servicio, unido a la pasión política, y a la conciencia de que «en el origen de la civilización europea se encuentra el cristianismo»,[12] sin el cual los valores occidentales de la dignidad, libertad y justicia resultan incomprensibles. «Y todavía en nuestros días ―afirmaba san Juan Pablo II― el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan».[13]
A los Padres de Europa he dedicado esta primera parte de mi intervención, para que nos dejemos interpelar por sus palabras, por la actualidad de su pensamiento, por el apasionado compromiso en favor del bien común que los ha caracterizado, por la convicción de formar parte de una obra más grande que sus propias personas y por la amplitud del ideal que los animaba. Su denominador común era el espíritu de servicio, unido a la pasión política, y a la conciencia de que «en el origen de la civilización europea se encuentra el cristianismo»,[12] sin el cual los valores occidentales de la dignidad, libertad y justicia resultan incomprensibles. «Y todavía en nuestros días ―afirmaba san Juan Pablo II― el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan».[13]
En nuestro mundo multicultural tales valores seguirán teniendo
plena ciudadanía si saben mantener su nexo vital con la raíz que los
engendró. En la fecundidad de tal nexo está la posibilidad de edificar
sociedades auténticamente laicas, sin contraposiciones ideológicas, en
las que encuentran igualmente su lugar el oriundo, el autóctono, el
creyente y el no creyente. En los últimos sesenta años el mundo ha
cambiado mucho. Si los Padres fundadores, que habían sobrevivido a un
conflicto devastador, estaban animados por la esperanza de un futuro
mejor y con una voluntad firme lo perseguían, para evitar que surgieran
nuevos conflictos, nuestra época está más dominada por el concepto de
crisis.
Está la crisis económica, que ha marcado el último decenio, la crisis
de la familia y de los modelos sociales consolidados, está la difundida
«crisis de las instituciones» y la crisis de los emigrantes: tantas
crisis, que esconden el miedo y la profunda desorientación del hombre
contemporáneo, que exigen una nueva hermenéutica para el futuro. A pesar
de todo, el término «crisis» no tiene por sí mismo una connotación
negativa. No se refiere solamente a un mal momento que hay que superar.
La palabra crisis tiene su origen en el verbo griego crino (κρίνω), que
significa investigar, valorar, juzgar. Por esto, nuestro tiempo es un
tiempo de discernimiento, que nos invita a valorar lo esencial y a
construir sobre ello; es, por lo tanto, un tiempo de desafíos y de
oportunidades.
Entonces, ¿cuál es la hermenéutica, la clave interpretativa con la
que podemos leer las dificultades del momento presente y encontrar
respuestas para el futuro? Evocar las ideas de los Padres sería en
efecto estéril si no sirviera para indicarnos un camino, si no se
convirtiera en estímulo para el futuro y en fuente de esperanza. Cada
organismo que pierde el sentido de su camino, que pierde este mirar
hacia delante, sufre primero una involución y al final corre el riesgo
de morir. ¿Cuál es la herencia de los Padres fundadores? ¿Qué
prospectivas nos indican para afrontar los desafíos que nos aguardan?
¿Qué esperanza para la Europa de hoy y de mañana?
La respuesta la encontramos precisamente en los pilares sobre los que
ellos han querido edificar la Comunidad económica europea y que ya he
mencionado: la centralidad del hombre, una solidaridad eficaz, la
apertura al mundo, la búsqueda de la paz y el desarrollo, la apertura al
futuro. A quien gobierna le corresponde discernir los caminos de la
esperanza, identificar los procesos concretos para hacer que los pasos
realizados hasta ahora no se dispersen, sino que aseguren un camino
largo y fecundo.
Europa encuentra de nuevo esperanza cada vez que pone al hombre en el
centro y en el corazón de las instituciones. Considero que esto implica
la escucha atenta y confiada de las instancias que provienen tanto de
los individuos como de la sociedad y de los pueblos que componen la
Unión. Desgraciadamente, a menudo se tiene la sensación de que se está
produciendo una «separación afectiva» entre los ciudadanos y las
Instituciones europeas, con frecuencia percibidas como lejanas y no
atentas a las distintas sensibilidades que constituyen la Unión. Afirmar
la centralidad del hombre significa también encontrar el espíritu de
familia, con el que cada uno contribuye libremente, según las propias
capacidades y dones, a la casa común. Es oportuno tener presente que
Europa es una familia de pueblos[14] y, como en toda buena familia,
existen susceptibilidades diferentes, pero todos podrán crecer en la
medida en que estén unidos.
La Unión Europea nace como unidad de las diferencias y unidad en las
diferencias. Por eso las peculiaridades no deben asustar, ni se puede
pensar que la unidad se preserva con la uniformidad. Esa unidad es más
bien la armonía de una comunidad. Los padres fundadores escogieron
precisamente este término como punto central de las entidades que nacían
de los Tratados, acentuando el hecho de que se ponían en común los
recursos y los talentos de cada uno. Hoy la Unión Europea tiene
necesidad de redescubrir el sentido de ser ante todo «comunidad» de
personas y de pueblos, consciente de que «el todo es más que la parte, y
también es más que la mera suma de ellas»,[15] y por lo tanto «hay que
ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a
todos»[16]. Los Padres fundadores buscaban aquella armonía en la que el
todo está en cada una de las partes, y las partes están ―cada una con su
originalidad― en el todo.
Europa vuelve a encontrar esperanza en la solidaridad, que es también
el antídoto más eficaz contra los modernos populismos. La solidaridad
comporta la conciencia de formar parte de un solo cuerpo, y al mismo
tiempo implica la capacidad que cada uno de los miembros tiene para
«simpatizar» con el otro y con el todo. Si uno sufre, todos sufren
(cf. 1 Co 12,26). Por eso, hoy también nosotros lloramos con el Reino
Unido por las víctimas del atentado que ha golpeado en Londres hace dos
días. La solidaridad no es sólo un buen propósito: está compuesta de
hechos y gestos concretos que acercan al prójimo, sea cual sea la
condición en la que se encuentre.
Los populismos, al contrario, florecen precisamente por el egoísmo,
que nos encierra en un círculo estrecho y asfixiante y no nos permite
superar la estrechez de los propios pensamientos ni «mirar más allá». Es
necesario volver a pensar en modo europeo, para conjurar el peligro de
una gris uniformidad o, lo que es lo mismo, el triunfo de los
particularismos. A la política le corresponde esa leadership ideal, que
evite usar las emociones para ganar el consenso, para elaborar en
cambio, con espíritu de solidaridad y subsidiaridad, políticas que hagan
crecer a toda la Unión en un desarrollo armónico, de modo que el que
corre más deprisa tienda la mano al que va más despacio, y el que tiene
dificultad se esfuerce para alcanzar al que está en cabeza.
Europa vuelve a encontrar esperanza cuando no se encierra en el miedo
de las falsas seguridades. Por el contrario, su historia está
fuertemente marcada por el encuentro con otros pueblos y culturas, y su
identidad «es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y
multicultural».[17] En el mundo hay interés por el proyecto europeo. Así
ha sido desde el primer momento, como demuestra la multitud que
abarrotaba la plaza del Campidoglio y los mensajes de felicitación que
llegaban de otros Estados. Aún más interés hay hoy, empezando por los
Países que piden entrar a formar parte de la Unión, como también de los
Estados que reciben las ayudas que, con gran generosidad, se les ofrecen
para afrontar las consecuencias de la pobreza, de las enfermedades y
las guerras. La apertura al mundo implica la capacidad de «diálogo como
forma de encuentro»[18] a todos los niveles, comenzando por el que
existe entre los Estados miembros y entre las Instituciones y los
ciudadanos, hasta el que se tiene con los muchos inmigrantes que llegan a
las costas de la Unión.
No se puede limitar a gestionar la grave crisis migratoria de estos
años como si fuera sólo un problema numérico, económico o de seguridad.
La cuestión migratoria plantea una pregunta más profunda, que es sobre
todo cultural. ¿Qué cultura propone la Europa de hoy? El miedo que se
advierte encuentra a menudo su causa más profunda en la pérdida de
ideales. Sin una verdadera perspectiva de ideales, se acaba siendo
dominado por el temor de que el otro nos cambie nuestras costumbres
arraigadas, nos prive de las comodidades adquiridas, ponga de alguna
manera en discusión un estilo de vida basado sólo con frecuencia en el
bienestar material. Por el contrario, la riqueza de Europa ha sido
siempre su apertura espiritual y la capacidad de platearse cuestiones
fundamentales sobre el sentido de la existencia. La apertura hacia el
sentido de lo eterno va unida también a una apertura positiva, aunque no
exenta de tensiones y de errores, hacia el mundo.
En cambio, parece como si el bienestar conseguido le hubiera
recortado las alas, y le hubiera hecho bajar la mirada. Europa tiene un
patrimonio moral y espiritual único en el mundo, que merece ser
propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad, y que es el mejor
antídoto contra la falta de valores de nuestro tiempo, terreno fértil
para toda forma de extremismo. Estos son los ideales que han hecho
a Europa, la «península de Asia» que de los Urales llega hasta el
Atlántico.
Europa vuelve a encontrar esperanza cuando invierte en el desarrollo y
en la paz. El desarrollo no es el resultado de un conjunto de técnicas
productivas, sino que abarca a todo el ser humano: la dignidad de su
trabajo, condiciones de vida adecuadas, la posibilidad de acceder a la
enseñanza y a los necesarios cuidados médicos. «El desarrollo es el
nuevo nombre de la paz»,[19] afirmaba Pablo VI, puesto que no existe
verdadera paz cuando hay personas marginadas y forzadas a vivir en la
miseria. No hay paz allí donde falta el trabajo o la expectativa de un
salario digno. No hay paz en las periferias de nuestras ciudades, donde
abunda la droga y la violencia.
Europa vuelve a encontrar esperanza cuando se abre al futuro. Cuando
se abre a los jóvenes, ofreciéndoles perspectivas serias de educación,
posibilidades reales de inserción en el mundo del trabajo. Cuando
invierte en la familia, que es la primera y fundamental célula de la
sociedad. Cuando respeta la conciencia y los ideales de sus ciudadanos.
Cuando garantiza la posibilidad de tener hijos, con la seguridad de
poderlos mantener. Cuando defiende la vida con toda su sacralidad.
Distinguidos invitados:
Con el aumento general de la esperanza de vida, los sesenta años se consideran hoy como el tiempo de la plena madurez. Una edad crucial en la que estamos llamados de nuevo a revisarnos. También hoy, La Unión Europea está llamada a un replanteamiento, a curar los inevitables achaques que vienen con los años y a encontrar nuevas vías para continuar su propio camino. Sin embargo, a diferencia de un ser humano de sesenta años, la Unión Europea no tiene ante ella una inevitable vejez, sino la posibilidad de una nueva juventud. Su éxito dependerá de la voluntad de trabajar una vez más juntos y del deseo de apostar por el futuro. A vosotros, como líderes, os corresponde discernir el camino para un «nuevo humanismo europeo»,[20] hecho de ideales y de concreción. Esto significa no tener miedo a tomar decisiones eficaces, para responder a los problemas reales de las personas y para resistir al paso del tiempo.
Con el aumento general de la esperanza de vida, los sesenta años se consideran hoy como el tiempo de la plena madurez. Una edad crucial en la que estamos llamados de nuevo a revisarnos. También hoy, La Unión Europea está llamada a un replanteamiento, a curar los inevitables achaques que vienen con los años y a encontrar nuevas vías para continuar su propio camino. Sin embargo, a diferencia de un ser humano de sesenta años, la Unión Europea no tiene ante ella una inevitable vejez, sino la posibilidad de una nueva juventud. Su éxito dependerá de la voluntad de trabajar una vez más juntos y del deseo de apostar por el futuro. A vosotros, como líderes, os corresponde discernir el camino para un «nuevo humanismo europeo»,[20] hecho de ideales y de concreción. Esto significa no tener miedo a tomar decisiones eficaces, para responder a los problemas reales de las personas y para resistir al paso del tiempo.
Por mi parte, renuevo la cercanía de la Santa Sede y de la Iglesia a
Europa entera, a cuya edificación ha contribuido desde siempre y
contribuirá siempre, invocando sobre ella la bendición del Señor, para
que la proteja y le dé paz y progreso. Hago mías las palabras que Joseph
Bech pronunció en el Campidoglio: Ceterum censeo Europam esse
ædificandam, por lo demás, pienso que Europa merezca ser construida.
Gracias.
_______________[1] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[2] Ibíd.
[3] A. De Gasperi, Nuestra patria Europa. Discurso a la Conferencia Parlamentaria Europea (21 abril 1954), en: Alcide De Gasperi e la politica internazionale, Cinque Lune, Roma 1990, vol. III, 437-440.
[4] Cf. P.H. Spaak, Discurso, cit.
[5] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[6] Ibíd.
[7] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[8] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[9] P.H. Spaak, Discurso, cit.
[10] Discurso a los Miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero 2017).
[11] Cf. P.H. Spaak, Discurso, cit.
[12] A. de Gasperi, La nostra patria Europa, cit.
[13] Acto Europeo en Santiago de Compostela (9 noviembre 1982): AAS 75/I (1983), 329.
[14] Cf. Discurso en el Parlamento Europeo, Estrasburgo (25 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 1000.
[15] Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, 235.
[16] Ibíd.
[17] Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno (6 mayo 2016): L’Osservatore Romano, 6-7 de mayo de 2016, p. 4.
[18] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 239.
[19] Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 87: AAS 59 (1967), 299.
[20] Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno (6 mayo 2016): L’Osservatore Romano, 6-7 de mayo de 2016, p. 5. [Texto original: Español]