Jesús ofrece el don de Dios, no juzga a la persona, mira el interior de la samaritana y ahí le manifiesta todo su amor
Éxodo 17, 3-7: “Tenemos sed: danos agua para beber”
Salmo 94: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”
Romanos 5, 1-2. 5-8: “Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo”
San Juan 4, 5-42: “Un manantial capaz de dar la vida eterna”
Salmo 94: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”
Romanos 5, 1-2. 5-8: “Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo”
San Juan 4, 5-42: “Un manantial capaz de dar la vida eterna”
Le llama “río perdido” y corren muchas leyendas sobre su
conformación. Lo cierto es que un precioso río que se alimenta de las
multicolores aguas de las Lagunas de Montebello, después de serpentear
entre las montañas, los pinos y la hermosura de la sierra, de repente se
adentra en unas enormes cavernas y desaparece entre las piedras del
cauce. La belleza impresionante de las grutas y el cauce seco que
absorbe las aguas en su interior dan lugar a las más disparatadas
leyendas. El espectador queda admirado y parece imposible que las
cristalinas aguas se pierdan en la nada y permanezcan sólo rocas y
pedruscos que conforman el caudal, como si la tierra las tragara. ¿Es
posible que se pierda el enorme caudal y no quede nada?
De un precioso caudal nos habla el Evangelio de este día y de la
importancia de la fuente interior. Nos hace acercarnos a un Jesús que
rompe todos los esquemas y a una mujer que se deja seducir por las
palabras de un extraño para encontrar la belleza en su propio corazón.
Los signos que nos presenta San Juan van más allá de una bella narración
y cada objeto se transforma en una enseñanza: el cansancio y la sed de
Jesús que se sienta en el brocal del pozo, el cántaro de la samaritana
agrietado y reseco como su alma. La sed, el agua, los maridos, el lugar
de la adoración… parecerían palabras que bordean y esquivan el verdadero
problema y que Jesús con gran delicadeza va encaminando hasta llegar al
punto central: el manantial interior. Nada se podrá entender, y nada
podrá solucionarse, si en el interior de la persona sólo se encuentra el
vacío, la ambición, el ansia de poder. Podrán disfrazarse las
intenciones, se buscarán pretextos para la lucha, se recurrirá a las
diferencias de los pueblos, pero siempre se tendrá que llegar al corazón
de la persona para descubrir si tiene su verdadero manantial o si tiene
que estarse surtiendo de exterioridades y apariencias.
Si caminando por las atestadas calles de nuestras ciudades, tratamos
de descubrir qué hay detrás de los rostros herméticos de las personas
que con prisas, preocupaciones y un desentendimiento de lo que sucede en
el exterior, parecen dirigirse a un lugar seguro, no es difícil
percibir una sensación de desencanto y frustración. No es sólo la
constatación de una crisis económica que no logramos solucionar, no es
sólo la violencia que nos desestabiliza y nos hace sentir impotentes, va
mucho más allá… crece el miedo social, la actitud defensiva y agresiva,
la impotencia y el vacío. Es como si estuviéramos tocando fondo y
quisiéramos refugiarnos detrás de una máscara o detrás de nuestras
cuatro paredes. Pero aún allí nos llega la nostalgia, la náusea y el
aburrimiento. Los suicidios, las drogas, el alcohol, la ambición
desordenada, el refugio en los celulares, la pornografía y los
desenfrenos, no son sino expresiones de este vacío que se quisiera
llenar con cosas exteriores, pero continúa el corazón agrietado y
sediento en busca de verdad y de amor. Para muchos sería la condena del
hombre moderno y la llegada a su exterminio, pero para Jesús es el
momento de la oportunidad, el tiempo favorable cargado de posibilidades.
Porque cuando el hombre se ha reconocido necesitado, cuando ha visto
que las seguridades exteriores no llenaban su corazón, se puede estar
dispuesto a la búsqueda de realidades superiores. Jesús percibe esta
sequedad en el corazón de la samaritana y le ofrece “el agua que da
vida”. Jesús también percibe las grietas de nuestros ansiosos corazones y
nos ofrece “el agua viva” para que no volvamos a tener sed.
“¿Por qué siendo tú judío, me pides de beber a mí, que soy
samaritana?”, la pregunta de la samaritana esconde su miedo a abrirse al
Otro, y se escuda en argumentos religiosos, políticos y sociales, para
manifestar su rechazo a quien es diferente. Jesús no cae en la trampa y
continúa el diálogo superando las barreras que han impuesto los egoísmos
de los hombres y ofrece una nueva forma de vivir, una nueva relación y
una aceptación sin importar las diferencias. Samaritanos y judíos se
habían enzarzado en discusiones y pleitos, y ponían como pretexto el
lugar de adoración de Dios, como si Dios fuera alguien externo y se
ocupara más de su propio culto. Jesús rompe esta cadena de violencia y
descubre que más allá de los sacrificios externos, Dios habita y reside
en el corazón de cada persona. Cada uno se convierte en santuario de
Dios y aquella samaritana, mujer, pecadora y despreciada, es también
templo de Dios. No se alimentará de veneros externos, sino tendrá en su
interior un pozo que le dé el agua de la vida. La coraza que escondía
sus heridas y disfrazaba sus complejos de persona aplastada, herida y
deprimida, ha desaparecido y ahora no lo tiene que superar ni con
agresiones, ni con falsos amores, ni con apariencias hipócritas. Puede
abrir su corazón y descubrir que en el fondo encuentra su propio pozo de
agua viva: el amor incondicional de Dios que la acepta, la quiere y le
proporciona un manantial de vida.
Jesús ofrece el don de Dios, no juzga a la persona, mira el interior
de la samaritana y ahí le manifiesta todo su amor. No es la belleza
exterior, ni siquiera la bondad de aquella mujer vacía, lo que lo hace
amarla. La ternura del Padre que ama a todos, que hace salir su sol
sobre buenos y malos, lo impulsa a manifestar su misericordia, respeto y
cariño a quien sólo había recibido migajas. Y al amar Jesús, libera; al
ofrecer el don de Dios, salva; y al aceptar su pequeñez, reconoce la
dignidad de la persona. Por eso aquella samaritana, levantando la cabeza
y caminando con gran seguridad, se dirige a sus hermanos para ofrecer
de su propio manantial una esperanza de vida: “Vengan a ver… ¿no será
éste el Mesías?”. Supera sus propios miedos, está reconstruida y puede
ahora dirigirse con toda seguridad a sus hermanos. Quien tiene un
manantial en su interior siempre desborda fecundidad e irradia amor. Ya
no quiere a los hombres egoístamente para sí, es capaz de ofrecer una
Buena Nueva y dirigir sus sentimientos a un nuevo amor. Ha entendido que
la felicidad no se encuentra en la acumulación egoísta de posesiones
para sí, sino en la construcción de la felicidad de los demás, y
contribuye a que descubran una nueva vida.
Este tercer domingo de Cuaresma, permitamos que Jesús descubra
nuestro interior, que mire nuestro corazón agrietado, que restaure
nuestras heridas y complejos. Reconozcámonos santuarios de Dios y
descubramos nuestro propio manantial.
Señor Jesús, mira nuestra sed infinita de felicidad, de pan y cariño,
de liberación total, de fraternidad y justicia, de solidaridad y
derechos humanos, y concédenos descubrirte en lo profundo de nuestros
deseos, para saciarnos de Ti. Amén.