El Papa en el
Estadio de la Aeronáutica
Al Salamò Alaikum / La paz sea con vosotros.
Hoy, III domingo de Pascua, el Evangelio nos habla del camino que
hicieron los dos discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén. Un
Evangelio que se puede resumir en tres palabras: muerte, resurrección y
vida.
Muerte: los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos,
llenos de desilusión y desesperación. El Maestro ha muerto y por tanto
es inútil esperar. Estaban desorientados, confundidos y desilusionados.
Su camino es un volver atrás; es alejarse de la dolorosa experiencia del
Crucificado. La crisis de la Cruz, más bien el «escándalo» y la
«necedad» de la Cruz (cf. 1 Co 1,18; 2,2), ha terminado por sepultar
toda esperanza. Aquel sobre el que habían construido su existencia ha
muerto y, derrotado, se ha llevado consigo a la tumba todas sus
aspiraciones.
No podían creer que el Maestro y el Salvador que había resucitado a
los muertos y curado a los enfermos pudiera terminar clavado en la cruz
de la vergüenza. No podían comprender por qué Dios Omnipotente no lo
salvó de una muerte tan infame. La cruz de Cristo era la cruz de sus
ideas sobre Dios; la muerte de Cristo era la muerte de todo lo que ellos
pensaban que era Dios. De hecho, los muertos en el sepulcro de la
estrechez de su entendimiento.
Cuantas veces el hombre se auto paraliza, negándose a superar su idea
de Dios, de un dios creado a imagen y semejanza del hombre; cuantas
veces se desespera, negándose a creer que la omnipotencia de Dios no es
la omnipotencia de la fuerza o de la autoridad, sino solamente la
omnipotencia del amor, del perdón y de la vida.
Los discípulos reconocieron a Jesús «al partir el pan», en la
Eucarística. Si nosotros no quitamos el velo que oscurece nuestros ojos,
si no rompemos la dureza de nuestro corazón y de nuestros prejuicios
nunca podremos reconocer el rostro de Dios.
Resurrección: en la oscuridad de la noche más negra, en la
desesperación más angustiosa, Jesús se acerca a los dos discípulos y los
acompaña en su camino para que descubran que él es «el camino, la
verdad y la vida» (Jn 14,6). Jesús trasforma su desesperación en vida,
porque cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la
divina: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc
18,27; cf. 1,37).
Cuando el hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de
incapacidad, cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser
autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano para
transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su muerte en
resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén, es decir en
retorno a la vida y a la victoria de la Cruz (cf. Hb 11,34).
Los dos discípulos, de hecho, luego de haber encontrado al
Resucitado, regresan llenos de alegría, confianza y entusiasmo, listos
para dar testimonio. El Resucitado los ha hecho resurgir de la tumba de
su incredulidad y aflicción. Encontrando al Crucificado-Resucitado han
hallado la explicación y el cumplimiento de las Escrituras, de la Ley y
de los Profetas; han encontrado el sentido de la aparente derrota de la
Cruz.
Quien no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a
la Verdad de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación.
De hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra
pobre concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de comprender
la omnipotencia y el poder.
Vida: el encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de
los dos discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la
vida entera y hace fecunda cualquier esterilidad (cf. Benedicto XVI,
Audiencia General, 11 abril 2007). En efecto, la Resurrección no es una
fe que nace de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de la fe
en la Resurrección.
Dice san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra
predicación y vana también vuestra fe» (1 Co 15,14). El Resucitado
desaparece de su vista, para enseñarnos que no podemos retener a Jesús
en su visibilidad histórica: «Bienaventurados los que crean sin haber
visto» (Jn 20,29 y cf. 20,17). La Iglesia debe saber y creer que él está
vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la Escritura y
con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús comprendieron esto y
regresaron a Jerusalén para compartir con los otros su experiencia.
«Hemos visto al Señor […]. Sí, en verdad ha resucitado» (cf. Lc 24,32).
La experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada
sirve llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones están
vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si
nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el
hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos
por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las apariencias, porque
Dios mira el alma y el corazón (cf. 1 S 16,7) y detesta la hipocresía
(cf. Lc 11,37-54; Hch 5,3-4).[1] Para Dios, es mejor no creer que ser un
falso creyente, un hipócrita.
La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más
misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los
corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción y
sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un enemigo
para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y ayudar; es la
que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la cultura del encuentro,
del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la valentía de
perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a vestir
al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al
encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a
socorrer a los ancianos y a los necesitados (cf. Mt 25,31-45).
La verdadera fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los
demás, con la misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que
defendemos los nuestros. En realidad, cuanto más se crece en la fe y más
se conoce, más se crece en la humildad y en la conciencia de ser
pequeño.
Queridos hermanos y hermanas:
A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único
extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier
otro extremismo no viene de Dios y no le agrada.
Ahora, como los discípulos de Emaús, regesen a vuestra Jerusalén, es
decir, a vuestra vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro trabajo y
a vuestra patria llenos de alegría, de valentía y de fe. No tengan
miedo a abrir vuestro corazón a la luz del Resucitado y dejen que él
transforme vuestras incertidumbres en fuerza positiva para vosotros y
para los demás.
No tengan miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el tesoro del creyente.
La Virgen María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita
tierra, iluminen nuestros corazones y les bendiga y al amado Egipto que,
en los albores del cristianismo, acogió la evangelización de san Marcos
y ha dado a lo largo de la historia numerosos mártires y una gran
multitud de santos y santas.
‘Al Massih Kam, Bilhakika kam’ (Cristo ha Resucitado. Verdaderamente ha Resucitado)