Homilía del Papa el Domingo de Ramos
Esta celebración tiene como un doble sabor, dulce y amargo, es alegre
y dolorosa, porque en ella celebramos la entrada del Señor en
Jerusalén, aclamado por sus discípulos como rey, al mismo tiempo que se
proclama solemnemente el relato del evangelio sobre su pasión. Por eso
nuestro corazón siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta
medida lo que Jesús sintió en su corazón en ese día, el día en que se
regocijó con sus amigos y lloró sobre Jerusalén.
Desde hace 32 años la dimensión gozosa de este domingo se ha
enriquecido con la fiesta de los jóvenes: La Jornada Mundial de la
Juventud, que este año se celebra en ámbito diocesano, pero que en esta
plaza vivirá dentro de poco un momento intenso, de horizontes abiertos,
cuando los jóvenes de Cracovia entreguen la Cruz a los jóvenes de
Panamá.
El Evangelio que se ha proclamado antes de la procesión (cf. Mt
21,1-11) describe a Jesús bajando del monte de los Olivos montado en
una borrica, que nadie había montado nunca; se hace hincapié en el
entusiasmo de los discípulos, que acompañan al Maestro con aclamaciones
festivas; y podemos imaginarnos con razón cómo los muchachos y jóvenes
de la ciudad se dejaron contagiar de este ambiente, uniéndose al cortejo
con sus gritos. Jesús mismo ve en esta alegre bienvenida una fuerza
irresistible querida por Dios, y a los fariseos escandalizados les
responde: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Pero este Jesús, que justamente según las Escrituras entra de esa
manera en la Ciudad Santa, no es un iluso que siembra falsas ilusiones,
un profeta «new age», un vendedor de humo, todo lo contrario:
es un Mesías bien definido, con la fisonomía concreta del siervo, el
siervo de Dios y del hombre que va a la pasión; es el gran Paciente del
dolor humano.
Así, al mismo tiempo que también nosotros festejamos a nuestro Rey,
pensamos en el sufrimiento que él tendrá que sufrir en esta Semana.
Pensamos en las calumnias, los ultrajes, los engaños, las traiciones, el
abandono, el juicio inicuo, los golpes, los azotes, la corona de
espinas… y en definitiva al via crucis, hasta la crucifixión.
Él lo dijo claramente a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en
pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt
16,24). Él nunca prometió honores y triunfos. Los Evangelios son muy
claros. Siempre advirtió a sus amigos que el camino era ese, y que la
victoria final pasaría a través de la pasión y de la cruz. Y lo mismo
vale para nosotros. Para seguir fielmente a Jesús, pedimos la gracia de
hacerlo no de palabra sino con los hechos, y de llevar nuestra cruz con
paciencia, de no rechazarla, ni deshacerse de ella, sino que, mirándolo a
él, aceptémosla y llevémosla día a día.
Y este Jesús, que acepta que lo aclamen aun sabiendo que le espera el «crucifige»,
no nos pide que lo contemplemos sólo en los cuadros o en las
fotografías, o incluso en los vídeos que circulan por la red. No. Él
está presente en muchos de nuestros hermanos y hermanas que hoy, hoy
sufren como él, sufren a causa de un trabajo esclavo, sufren por los
dramas familiares, por las enfermedades… Sufren a causa de la guerra y
el terrorismo, por culpa de los intereses que mueven las armas y dañan
con ellas. Hombres y mujeres engañados, pisoteados en su dignidad,
descartados…. Jesús está en ellos, en cada uno de ellos, y con ese
rostro desfigurado, con esa voz rota pide que se le mire, que se le
reconozca, que se le ame.
No es otro Jesús: es el mismo que entró en Jerusalén en medio de un
ondear de ramos de palmas y de olivos. Es el mismo que fue clavado en la
cruz y murió entre dos malhechores. No tenemos otro Señor fuera de él:
Jesús, humilde Rey de justicia, de misericordia y de paz.