El Papa ayer en Santa Marta
Abrahán,
es el centro de la liturgia de hoy. En la primera lectura (Gn 17,3-9)
se narra la alianza que Dios hizo con Abrahán, a quien, en el Evangelio
(Jn 8,51-59), llaman padre Jesús y los fariseos, porque es quien
empezó a engendrar a este pueblo que hoy es la Iglesia. Abrahán se fía,
obedece, cuando es llamado a irse a otra tierra que recibiría en
herencia. Hombre de fe y esperanza, cree cuando se le dice que tendrá un
hijo a los 100 años, con su mujer estéril: creyó contra toda esperanza. Si alguno describiera la vida de Abrahán, a lo mejor diría: Era un soñador.
Y algo de soñador tenía, sí, pero del sueño de la esperanza, porque no
estaba loco. Puesto a prueba, después de tener al hijo, cuando éste ya
es adolescente, se le pide ofrecerlo en sacrificio: obedeció y siguió
adelante contra toda esperanza. Ese es nuestro padre Abrahán, el que va
adelante, adelante, adelante. Por eso, Jesús dice que cuando Abrahán vio
su día, vio a Jesús, se llenó de alegría. Sí: lo vio en la promesa y
tuvo esa alegría de ver la plenitud de la promesa de la alianza, la
alegría de ver que Dios no le había engañado, que Dios –como hemos
repetido en el salmo– es siempre fiel a su alianza. El mismo Salmo
responsorial (Sal 104) invita a recordar sus prodigios. Esto para
nosotros, estirpe de Abrahán, es como cuando pensamos en nuestro padre
que ya murió, y recordamos las cosas buenas de papá, y decimos: “¡Qué
grande era papá!”.
El pacto, por parte de Abrahán, consiste en haber obedecido siempre. Por parte de Dios, la promesa es ser padre de muchedumbre de pueblos. Ya no te llamarás Abrán, sino Abrahán, le dice el Señor. Y Abrahán creyó. Luego, en otro diálogo del Génesis, Dios le dice que su descendencia será numerosa como las estrellas del cielo y la arena de la orilla del mar. Y hoy podemos decir: Yo soy una de esas estrellas. Yo soy un grano de aquella arena. Así pues, entre Abrahán y nosotros, está la historia del Padre de los Cielos y de Jesús que, por eso, dice a los fariseos: Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría.
Este es el gran mensaje, y la Iglesia hoy invita precisamente a
detenerse y mirar nuestras raíces, a nuestro Padre que nos hizo pueblo,
cielo lleno de estrellas, playas llenas de granos de arena. Mirar la
historia: yo no estoy solo, soy un pueblo. Vayamos juntos. La
Iglesia es un pueblo. Pero un pueblo soñado por Dios, un pueblo que tuvo
un padre en la tierra que obedeció, y tenemos un hermano que dio su
vida por nosotros, para hacernos pueblo. Así podemos mirar al Padre, y
agradecer; mirar a Jesús, y agradecer; y mirar a Abrahán y a nosotros,
que somos parte del camino.
Hagamos de hoy un día de la memoria,
porque en esa gran historia, de Dios y de Jesús, está la pequeña
historia de cada uno de nosotros. Os invito a dedicar hoy cinco o diez
minutos, sentados, sin radio, sin televisión; sentados, a pensar en la
propia historia: bendiciones y desastres, todo; gracias y pecados: todo.
Y ver la fidelidad de ese Dios que permanece fiel a su alianza, fiel a
la promesa que hizo a Abrahán, fiel a la salvación que prometió en su
Hijo Jesús. Estoy seguro de que, entre las cosas quizá feas –porque
todos las tenemos, tantas cosas feas en la vida–, si hoy hacemos esto,
descubriremos la belleza del amor de Dios, la belleza de su
misericordia, la belleza de la esperanza. Y estoy seguro de que todos
nos llenaremos de alegría.