Hemos venido como peregrinos a esta basílica de San Bartolomé en la
Isla Tiberina, donde la historia antigua del martirio se une a la
memoria de los nuevos mártires, de tantos cristianos asesinados por las
absurdas ideologías del siglo pasado y asesinados también hoy porque
eran discípulos de Jesús.
El recuerdo de estos heroicos testimonios antiguos y recientes nos
confirma en la conciencia de que la Iglesia es Iglesia si es Iglesia de
mártires. Y los mártires son aquellos que como nos recordó el Libro del
Apocalipsis, “vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestidos,
volviéndolos cándidos en la sangre del cordero”.
Ellos tuvieron la gracia de confesar a Jesús hasta el final, hasta la
muerte. Ellos sufren, ellos dan la vida, y nosotros recibimos la
bendición de Dios por su testimonio. Y existen también tantos mártires
escondidos, esos hombres y esas mujeres fieles a la fuerza humilde del
amor, a la voz del Espíritu Santo, que en la vida de cada día buscan
ayudar a los hermanos y de amar a Dios sin reservas.
Si miramos bien, la causa de toda persecución es el odio del príncipe
de este mundo hacia cuantos han sido salvados y redimidos por Jesús con
su muerte y con su resurrección.
En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (Cfr. Jn 15,12-19)
Jesús usa una palabra fuerte y escandalosa: la palabra “odio”. Él, que
es el maestro del amor, a quien gustaba mucho hablar de amor, habla de
odio. Pero Él quería siempre llamar las cosas por su nombre. Y nos dice:
“No se asusten. El mundo los odiará; pero sepan que antes de ustedes,
me ha odiado a mí”.
“Jesús nos ha elegido y nos ha rescatado, por un don gratuito de su
amor. Con su muerte y resurrección nos ha rescatado del poder del mundo,
del poder del diablo, del poder del príncipe de este mundo. Y el origen
del odio es este: porque nosotros hemos sido salvados por Jesús, y el
príncipe de este mundo esto no lo quiere, él nos odia y suscita la
persecución, que desde los tiempos de Jesús y de la Iglesia naciente
continúa hasta nuestros días. Cuántas comunidades cristianas hoy son
objeto de persecución! ¿Por qué? A causa del odio del espíritu del
mundo”.
Cuántas comunidades cristianas hoy son objeto de persecución. ¿Por
qué? A causa del odio del espíritu del mundo. Cuántas veces en momentos
difíciles de la historia se ha escuchado decir: ‘Hoy la patria necesita
héroes’. El mártir puede ser pensado como un héroe, pero la cosa
fundamental del mártir es que fue un ‘agraciado’: es la gracia de Dios,
no el coraje lo que nos hace mártires.
Hoy del mismo modo se puede interrogar: ‘¿Qué cosa necesita hoy la
Iglesia?’. Mártires, testimonios, es decir, Santos, aquellos de la vida
ordinaria, porque son los Santos los que llevan adelante a la Iglesia.
¡Los Santos!, sin ellos la Iglesia no puede ir adelante. La Iglesia
necesita de los Santos de todos los días llevada adelante con
coherencia; pero también de aquellos que tienen la valentía de aceptar
la gracia de ser testigos hasta el final, hasta la muerte.
Todos ellos son la sangre viva de la Iglesia. Son los testimonios que
llevan adelante la Iglesia; aquellos que atestiguan que Jesús ha
resucitado, que Jesús está vivo, y lo testifican con la coherencia de
vida y con la fuerza del Espíritu Santo que han recibido como don”.
Yo quisiera, hoy, añadir un ícono más, en esta iglesia. Una mujer, no
se su nombre pero ella nos mira desde el cielo. Estaba en Lesbos,
saludaba a los refugiados y encontré un hombre de 30 años con tres niños
que me ha dicho: “Padre yo soy musulmán, pero mi esposa era cristiana. A
nuestro país han venido los terroristas, nos han visto y nos han
preguntado cuál era la religión que practicábamos. Han visto el
crucifijo, y nos han pedido tirarlo al piso. Mi mujer no lo hizo y la
han degollado delante de mí. Nos amábamos mucho.
Este es el ícono que hoy les traigo como regalo aquí. No sé si este
hombre está todavía en Lesbos o ha logrado ir a otra parte. No sé si ha
sido capaz de huir de ese campo de concentración porque los campos de
refugiados, muchos de ellos son campos de concentración, debido a la
cantidad de gente que es abandonada allí.
Y los pueblos generosos que los acogen, que tienen que llevar
adelante este peso, porque los acuerdos internacionales parecen ser más
importantes que los derechos humanos. Y este hombre no tenía rencor. Él
era musulmán y tenía esta cruz de dolor llevada sin rencor. Se refugiaba
en el amor hacia su mujer, agraciada con el martirio.
Recordar estos testimonios de la fe y orar en este lugar es un gran
don. Es un don para la Comunidad de San Egidio, para la Iglesia de Roma,
para todas las comunidades cristianas de esta ciudad, y para tantos
peregrinos. La herencia viva de los mártires nos dona hoy a nosotros paz
y unidad.
Ellos nos enseñan que, con la fuerza del amor, con la mansedumbre, se
puede luchar contra la prepotencia, la violencia, la guerra y se puede
realizar con paciencia la paz. Y entonces podemos orar así: «Oh Señor,
haznos dignos testimonios del Evangelio y de tu amor; infunde tu
misericordia sobre la humanidad; renueva tu Iglesia, protege a los
cristianos perseguidos, concede pronto la paz al mundo entero. A ti
Señor la Gloria y a nosotros la vergüenza.