Cuaresma 2017
Primera predicación
El Espíritu Santo nos introduce en el misterio
Del señorío de Cristo
1. «Él dará testimonio de mí»
Al
leer la oración de la Misa del primer Domingo de Cuaresma una cosa me
impresionó. En ella no se pide a Dios Padre que nos ayude a realizar una
de las obras clásicas de la Cuaresma: el ayuno, la oración y la
limosna. Se pide, en cambio, «crecer en el conocimiento del misterio de
Cristo». Creo que esta es, de hecho, la obra más bella y agradable a
Dios que podemos hacer, y con mis meditaciones querría contribuir a este
fin.
Continuando
la reflexión iniciada en la predicación de Adviento sobre el Espíritu
Santo que debe impregnar toda la vida y el anuncio de la Iglesia
(«¡Teología del tercer artículo!»), en estas meditaciones
cuaresmales nos proponemos remontarnos del tercer al segundo artículo
del Credo. En otras palabras, trataremos de poner de relieve cómo el
Espíritu Santo «nos introduce en la verdad plena» sobre Cristo y sobre
su misterio pascual, es decir, sobre el ser y actuar del Salvador. Sobre
el actuar de Cristo, en sintonía con el tiempo litúrgico de la
Cuaresma, trataremos de profundizar el papel que el Espíritu
Santo realiza en la muerte y resurrección de Cristo y, tras él, en
nuestra muerte y en nuestra resurrección.
El segundo artículo del Credo, en su forma completa, suena así:
«Creo
en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre
antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de
Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma sustancia del Padre;
por quien todo fue hecho».
Este
artículo central del Credo refleja dos fases diferentes de la fe. La
frase «Creo en un solo Señor Jesucristo», refleja la primerísima fe de
la Iglesia, inmediatamente después de la Pascua. Lo que sigue en el
artículo del Credo: «Hijo Unigénito de Dios…» refleja una fase
posterior, más evolucionada, posterior a la controversia arriana y al
concilio de Nicea. Dedicamos la presente meditación a la primera parte
del artículo «Creo en un solo Señor Jesucristo», y vemos lo que el Nuevo
Testamento nos dice en torno al Espíritu como autor del
verdadero conocimiento de Cristo.
San
Pablo afirma que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con
potencia mediante el Espíritu de santificación» (Rom 1,4), es decir, por
obra del Espíritu Santo. Llega a afirmar que «nadie puede decir: Jesús
es el Señor, si no en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3), es decir, gracias
a su iluminación interior. Atribuye al Espíritu Santo «la comprensión
del misterio de Cristo» que se le ha dado a él, como a todos los santos
apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5); dice que los creyentes serán
capaces de «comprender la amplitud, la longitud, la altura y la
profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento»
sólo si son «fortalecidos por el Espíritu» (Ef 3,16-19).
En
el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito
respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos;
les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena
sobre su relación con el Padre y le dará testimonio (cf. Jn 16,7-15).
Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio para
reconocer si se trata del verdadero espíritu de Dios y no de otro
espíritu: si impulsa a reconocer a Jesús venido en la carne (cf. 1
Jn 4,2-3).
lgunos
creen que el énfasis actual sobre el Espíritu Santo puede ensombrecer
la obra de Cristo, como si ésta fuera incompleta o perfectible. Es una
incomprensión total. El Espíritu nunca dice «yo», nunca habla en primera
persona, no pretende fundar una obra propia, sino que siempre hace
referencia a Cristo. Él es el Camino, la Verdad, la Vida; ¡el
Paráclito ayuda a hacer comprender todo esto!
La
venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina
iluminación de toda la obra y persona de Cristo. Pedro concluye su
discurso de Pentecostés con la solemne definición, hoy se diría «Urbi et
Orbi»: «Sepa, pues, con certeza, toda la casa de Israel, que Dios ha
constituido a ese Jesús que vosotros habéis crucificado, Señor (Kyrios)
y Mesías» (Hch 2,36). A partir de ese día, la comunidad primitiva
empezó a releer la vida de Jesús, su muerte y su resurrección, en forma
diferente; todo pareció claro, como si un velo hubiera caído de sus ojos
(cf. 2 Co 3,16). Aun viviendo codo con codo con él, sin el Espíritu no
habían podido penetrar en la profundidad de su misterio.
Hoy
está en curso un acercamiento entre la teología ortodoxa y la teología
católica sobre este tema de la relación entre Cristo y el Espíritu. El
teólogo Johannes Zizioulas, en un congreso celebrado en Bolonia en 1980,
por una parte expresaba sus reservas sobre la eclesiología del Vaticano
II porque, según él, «el Espíritu Santo fue introducido en la
eclesiología después de que se hubiera construido el edificio de la
Iglesia sólo con material cristológico», y por otra, sin embargo,
reconocía que también la teología ortodoxa tenía necesidad de repensar
la relación entre cristología y neumatología, para no construir la
eclesiología sólo sobre una base pneumatológica1. En
otras palabras, a nosotros latinos nos impulsa profundizar el papel del
Espíritu Santo en la vida interna de la Iglesia (que es lo que ocurrió
después del Concilio) y a los hermanos ortodoxos el de Cristo y el de la
presencia de la Iglesia en la historia.
2. Conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo de Cristo
Volvamos
pues al papel del Espíritu Santo en relación al conocimiento de
Cristo. Se perfilan ya, en el marco del Nuevo Testamento, dos tipos de
conocimiento de Cristo, o dos ámbitos en los que el Espíritu realiza su
acción. Hay un conocimiento objetivo de Cristo, de su ser, de su
misterio y de su persona, y hay un conocimiento más subjetiva, funcional
e interior que tiene por objeto lo que Jesús «hace por mí», más que lo
que él «es en sí mismo».
En
Pablo prevalece aún el interés por el conocimiento de lo que Cristo ha
hecho por nosotros, por la obra de Cristo y en particular su misterio
pascual; en Juan prevalece el interés por lo que Cristo es: el Logos
eterno que estaba junto a Dios y ha venido en la carne, que es «una sola
cosa con el Padre» (Jn 10,30). Pero estas dos tendencias aparecerán
evidentes únicamente de los acontecimientos posteriores. Aludimos a
ellas brevemente porque esto nos ayudará a captar cuál es el don que
hace el Espíritu Santo, en este campo, hoy a la Iglesia.
En
la época patrística, el Espíritu Santo aparece, sobre todo, como
garante de la tradición apostólica en torno a Jesús, contra las
innovaciones de los gnósticos. A la Iglesia —afirma san Ireneo— se le ha
sido confiado el Don de Dios que es el Espíritu; de él no participan
cuantos se separan de la verdad predicada por la Iglesia con sus falsas
doctrinas2.
Las Iglesias apostólicas —argumenta Tertuliano— no pueden haber errado
al predicar la verdad. Pensar lo contrario, significaría que «el
Espíritu Santo, enviado por Cristo con esta finalidad, impetrado del
Padre como maestro de verdad, él que es el Vicario de Cristo y su
administrador, habría flaqueado en su oficio»3.
En
la época de las grandes controversias dogmáticas, el Espíritu Santo es
visto como el custodio de la ortodoxia cristológica. En los Concilios,
la Iglesia tiene la firme certeza de estar «inspirada» por el Espíritu
al formular la verdad en torno a las dos naturalezas de Cristo, a la
unidad de su persona, a la integridad de su humanidad. Por lo tanto, el
acento está claramente en el conocimiento objetivo, dogmático, eclesial
de Cristo.
Esta
tendencia sigue siendo predominante en teología, hasta la Reforma. Sin
embargo, con una diferencia. Los dogmas que en el momento de formularse
eran cuestiones vitales, fruto de viva participación, de toda la
Iglesia, una vez sancionados y transmitidos, tienden a perder mordiente,
a hacerse formales. «Dos naturalezas una persona», se convierte en una
fórmula hermosa y hecha, más que el punto de llegada de un largo y
sufrido proceso. Ciertamente no faltaron, en todo este
tiempo, magníficas experiencias de un conocimiento de Cristo íntimo,
personal, lleno de cálida devoción a Cristo, como las de san Bernardo y
Francisco de Asís; pero éstas no influían mucho sobre la teología.
También hoy se habla de ellas en la historia de la espiritualidad, no en
la de la teología.
Los
reformadores protestantes dan un vuelco a esta situación y dicen:
«Conocer a Cristo significa reconocer sus beneficios, no indagar sobre
sus naturalezas y los modos de la encarnación»4.
El Cristo «para mí» salta al primer plano. Al conocimiento objetivo y
dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio
exterior de la Iglesia y de las mismas Escrituras sobre Jesús, se
antepone el «testimonio interno» que el Espíritu Santo hace a Jesús en
el corazón de todo creyente.
Cuando,
más tarde, esta novedad teológica tienda, ella misma, en el
protestantismo oficial, a convertirse en «ortodoxia muerta», surgirán
periódicamente movimientos, como el pietismo en el ámbito luterano y el
metodismo en el anglicano, para llevarla nuevamente a la vida. El ápice
del conocimiento de Cristo coincide, en estos ambientes, con el momento
en que, movido por el Espíritu Santo, el creyente toma conciencia de que
Jesús murió «por él», precisamente por él, y lo reconoce como su
Salvador personal:
«Por primera vez con todo el corazón yo creí;
creí con fe divina,
y el Espíritu Santo obtuve el poder
de llamar mío al Salvador.
Sentí la sangre de expiación de mi Señor
directamente aplicada a mi alma»5.
creí con fe divina,
y el Espíritu Santo obtuve el poder
de llamar mío al Salvador.
Sentí la sangre de expiación de mi Señor
directamente aplicada a mi alma»5.
Completamos
esta rápida mirada a la historia, aludiendo a una tercera fase en la
manera de concebir la relación entre el Espíritu Santo y el conocimiento
de Cristo: la que ha caracterizado los siglos de la Ilustración, de los
que nosotros somos directos herederos. Vuelve a estar en auge un
conocimiento objetivo, separado; sin embargo, no ya de tipo ontológico,
como en la época antigua, sino histórico. En otras palabras, no interesa
saber quién es en sí Jesucristo (la preexistencia, las naturalezas, la persona), sino quién ha sido en la realidad de la historia. ¡Es la época de la investigación en torno al llamado «Jesús histórico»!
En
esta fase, el Espíritu Santo ya no desempeña ningún papel en el
conocimiento de Cristo; está del todo ausente en ello. El «testimonio
interno» del Espíritu Santo se identifica ahora con la razón y con el
espíritu humano. El «testimonio exterior» es lo único importante, pero
con ello ya no se entiende el testimonio apostólico de la Iglesia, sino
únicamente el de la historia, comprobada con los distintos métodos
críticos. El presupuesto común de este esfuerzo era que para encontrar
al verdadero Jesús, hay que buscar fuera de la Iglesia, desatarlo «de
las vendas del dogma eclesiástico»6.
Sabemos
cuál fue el resultado de toda esta investigación del Jesús histórico:
el fracaso, aunque esto no significa que no haya traído también muchos
frutos positivos. A este respecto, todavía persiste un malentendido de
fondo. Jesucristo —y después de él otros hombres, como san Francisco de
Asís— no ha vivido simplemente en la historia, sino que ha creado una
historia, y vive ahora en la historia que ha creado, como un sonido en
la onda que ha provocado. El esfuerzo encarnizado de los historiadores
racionalistas parece querer separarlo de la historia que ha creado, para
restituirlo a la común y universal, como si se pudiera percibir mejor
un sonido en su originalidad, separándolo de la onda que lo transporta.
La historia que Jesús ha comenzado, o la onda que ha emitido, es la fe
de la Iglesia animada por el Espíritu Santo y sólo a través de ella se
remonta uno a su fuente.
No
se excluye con ello la legitimidad de la normal investigación histórica
sobre él, pero esta debería ser más consciente de su límite y reconocer
que no agota todo lo que se puede saber de Cristo. Como el acto más
noble de la razón es reconocer que hay algo que la supera7, así el acto más honesto del historiador es reconocer que hay algo que no se alcanza con la sola historia.
3. El sublime conocimiento de Cristo
Al
final de su obra clásica sobre la historia de la exégesis
cristiana, Henri de Lubac llegaba a una conclusión bastante pesimista. A
nosotros los modernos nos faltan —decía—, las condiciones para poder
resucitar una lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe
llena de empuje, ese sentido de la plenitud y de la unidad de las
Escrituras que ellos tenían. Querer imitar hoy su audacia al leer la
Biblia sería casi exponerse a la profanación porque nos falta el
espíritu del que brotaban esas cosas8.
Sin embargo, no cerraba del todo la puerta a la esperanza; en otra obra
suya dice que «si se quiere reencontrar algo de lo que fue, en los
primeros siglos de la Iglesia, la interpretación espiritual de las
Escrituras, hay que reproducir en primer lugar un movimiento espiritual»9.
Lo
que De Lubac notaba a propósito de la inteligencia espiritual de las
Escrituras, se aplica, con mucha mayor razón, al conocimiento espiritual
de Cristo. No basta con escribir tratados de pneumatología nuevos y muy
actualizados. Si falta el soporte de una experiencia vivida del
Espíritu, análoga a la que acompañó, en el siglo IV, a la primera
elaboración de la teología del Espíritu, lo que se dice permanecerá
siempre en lo exterior del verdadero problema. Nos faltan las
condiciones necesarias para elevarnos al nivel en el que obra el
Paráclito: el impulso, la audacia y esa «sobria embriaguez del
Espíritu», de la que hablan casi todos los grandes autores de aquel
siglo. No se puede presentar a un Cristo en la unción del Espíritu, si
no se vive, en cierto modo, en la misma unción.
Ahora
bien, precisamente aquí se ha realizado la gran novedad deseada por
el P. De Lubac. En el siglo pasado surgió, y ha ido ampliándose cada vez
más, un «movimiento espiritual» que ha creado las bases para una
renovación de la pneumatología a partir de la experiencia del Espíritu y
de sus carismas. Hablo del fenómeno pentecostal y carismático. En sus
primeros cincuenta años de vida, este movimiento, nacido como reacción a
la tendencia racionalista y liberal de la Teología (como el pietismo y
el metodismo mencionados más arriba), ignoró deliberadamente la teología
y fue, a su vez, ignorado (¡e incluso ridiculizado!) por la teología.
Pero
cuando, hacia la mitad del siglo pasado, penetró en las Iglesias
tradicionales que tenían una amplia instrumentación teológica y recibió
una acogida de fondo por parte de las respectivas jerarquías, la
teología ya no ha podido ignorarlo. En un volumen titulado El redescubrimiento del Espíritu. Experiencia y teología del Espíritu Santo,
los más conocidos teólogos del momento, católicos y protestantes,
examinaron el significado del fenómeno pentecostal y carismático para la
renovación de la doctrina del Espíritu Santo10.
Todo
esto nos interesa, en este momento, sólo desde el punto de vista del
conocimiento de Cristo. ¿Qué conocimiento de Cristo va surgiendo en esta
nueva atmósfera espiritual y teológica? El hecho más significativo no
es el descubrimiento de nuevas perspectivas y nuevas
metodologías sugeridas por la filosofía del momento (estructuralismo,
análisis lingüístico, etc.), sino el redescubrimiento de un dato bíblico
elemental: ¡Que Jesucristo es el Señor! El señorío de Cristo es un
mundo nuevo en el cual se entra sólo «por obra del Espíritu Santo».
San
Pablo habla de un conocimiento de Cristo de grado «superior», o,
incluso, «sublime», que consiste en conocerlo y proclamarlo precisamente
como «Señor» (cf. Flp 3,8). Es la proclamación que, unida a la fe en la
resurrección de Cristo, hace de una persona un salvado: «Si con tu boca
proclamas que “¡Jesús es el Señor!”, y con el corazón crees que Dios lo
resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Ahora bien,
este conocimiento sólo lo hace posible el Espíritu Santo: «Nadie puede
decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no bajo la acción del Espíritu Santo»
(1 Cor 12,3). Cada uno, por supuesto, puede decir con los labios
aquellas palabras, incluso sin el Espíritu Santo, pero no sería entonces
la gran cosa que acabamos de decir; no haría de la persona un salvado.
¿Qué
hay de especial en esta afirmación que la hace tan decisiva? Se puede
explicar la cosa desde distintos puntos de vista, objetivos o
subjetivos. La fuerza objetiva de
la frase: «Jesús es el Señor» está en el hecho de que hace presente la
historia y en particular el misterio pascual. Es la conclusión que brota
de dos acontecimientos: Cristo murió por nuestros pecados; ha
resucitado para nuestra justificación; por eso es
el Señor. «Para esto Cristo murió y volvió a la vida: para ser el Señor
de los muertos y de los vivos» (Rom 14,9). Los acontecimientos que la
han preparado se han encerrado en esta conclusión y en ella se hacen
presentes y operantes. En este caso la palabra es realmente «la casa del
ser11».
La proclamación: «Jesús es Señor» es la semilla desde la cual se ha
desarrollado todo el kerigma y el anuncio cristiano ulterior.
Desde el punto de vista subjetivo —es decir, por lo que depende de nosotros— la fuerza de esa proclamación está en el hecho de que supone también una decisión. Quien
la pronuncia decide sobre el sentido de su vida. Es como si dijera: «Tú
eres mi Señor; yo me someto a ti, yo te reconozco libremente como mi
salvador, mi jefe, mi maestro, aquel que tiene todos los derechos sobre
mí». Yo pertenezco a ti más que a mí mismo, porque tú me has comprado a
caro precio (cf. 1 Cor 6,19ss).
El
aspecto de decisión inherente a la proclamación de Jesús «Señor» asume
hoy una actualidad particular. Algunos creen que es posible, e incluso
necesario, renunciar a la tesis de la unicidad de Cristo, para favorecer
el diálogo entre las diversas religiones. Ahora bien, proclamar a Jesús
«Señor» significa precisamente proclamar su unicidad. No en vano el
artículo nos hace decir: «Creo en un solo Señor Jesucristo». San Pablo escribe:
«Pues
aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la
tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros
no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas
y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8,5-6).
El
Apóstol escribía estas palabras en el momento en que la fe cristiana se
asomaba, pequeña y recién nacida, a un mundo dominado por cultos y
religiones potentes y prestigiosas. El valor que hoy es necesario para
creer que Jesús es «el único Señor» es nada en comparación con el que
hacía falta entonces. Pero el «poder del Espíritu» no se concede más que
a quien proclama a Jesús Señor, en esta acepción fuerte de los
orígenes. Es un dato de experiencia. Sólo después de que un teólogo o un
anunciador ha decidido apostar todo sobre Jesucristo «único Señor», lo
que se dice todo, incluso a costa de ser «expulsado de la sinagoga»,
sólo entonces experimenta una certeza y un poder nuevos en su vida.
4. Del Jesús «personaje» al Jesús «persona»
Este
redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es, decía, la novedad y
la gracia que Dios está concediendo en nuestros tiempos, a su Iglesia.
Me he dado cuenta de que cuando interrogaba a la tradición sobre
todos los demás temas y palabras de la Escritura, los testimonios de los
Padres se agolpaban en la mente; cuando he probado a interrogarla sobre
este punto, permanecía casi muda. Ya en el siglo III, el título de
Señor no es comprendido ya en su significado kerigmático; fuera del
ámbito religioso judío, no era tan significativo para
expresar suficientemente la unicidad de Cristo. Orígenes considera
«Señor» (Kyrios)
el título propio de quien está todavía en la fase del temor; le
corresponde, según él, el título de «siervo», mientras que a «Maestro»
le corresponde el de «discípulo» y amigo12.
Se
sigue ciertamente hablando de Jesús «Señor», pero se ha convertido en
un nombre de Cristo como los demás, incluso muy a menudo en uno de los
elementos del nombre completo de Cristo: «Nuestro Señor Jesucristo». Pero
una cosa es decir: «Nuestro Señor Jesucristo» y otra decir:
«¡Jesucristo es nuestro Señor!». Un índice de este cambio es el modo en
que fue traducido en la Vulgata el texto de Filipenses 2,11: «at
omnis lengua confiteatur quia Dominus noster Iesus Christus in gloria
est Dei Patris», «toda lengua proclame que el Señor nuestro
Jesucristo está en la gloria de Dios Padre». Pero una cosa es decir
«nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» y otra decir:
«Jesucristo es nuestro
Señor para gloria de Dios Padre». De este modo, que es el de las
traducciones hoy en curso, no se pronuncia sólo un nombre, sino que se
hace una profesión de fe.
¿Dónde
está, en todo esto, el salto cualitativo que el Espíritu Santo nos hace
hacer en el conocimiento de Cristo? Está en el hecho de que la
proclamación de Jesús Señor es la puerta que consiente el conocimiento
de Cristo ¡resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje, sino persona;
no ya un conjunto de tesis, de dogmas (y de correspondientes herejías),
ya no sólo objeto de culto y de memoria, aunque sea la litúrgica y
eucarística, sino persona viviente y siempre presente en espíritu.
Este
conocimiento espiritual y existencial de Jesús como Señor, no lleva a
descuidar el conocimiento objetivo, dogmático y eclesial de Cristo, sino
que lo revitaliza. Gracias al Espíritu Santo, dice san Ireneo, la
verdad revelada, «como un depósito valioso contenido en un vaso de
valor, rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también al vaso que la
contiene»13.
A uno de estos dogmas, el que constituye la segunda parte de nuestro
artículo del Credo: «engendrado, no creado, de la misma sustancia del
Padre», dedicaremos, si Dios quiere, nuestra próxima meditación.
No
sabría indicar una resolución práctica mejor a tomar al término de
estas reflexiones que la que se lee al comienzo de la Exhortación
Apostólica del papa Francisco Evangelii gaudium:
«Invito
a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a
renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a
tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día
sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación
no es para él» (n.3).
II predicación:
El Espíritu Santo nos introduce
En el misterio de la divinidad de Cristo
1. La fe de Nicea
Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A
este respecto no se puede callar una confirmación en curso hoy en el
mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento llamado «Judíos
mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son
más que la traducción griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una
estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados en grupos y
asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados
Unidos, Israel y en varias naciones europeas.
Son
judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador
y el Hijo de Dios, pero en absoluto no quieren renunciar a su identidad
y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las
Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer
revivir la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia
fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.
La
Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de
promover, e incluso mencionar, este movimiento por razones obvias de
diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero
ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir
ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el ostracismo por una y otra
parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos
sobre el fenómeno1.
Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que
ver con el tema de estas meditaciones. En una investigación sobre los
factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe en
Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del
Espíritu Santo»; en segundo lugar está la lectura de la Biblia y en el
tercero, los contactos personales2. Es una confirmación de la vida de que el Espíritu Santo es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.
Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras
la fe cristiana permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la
proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor Jesucristo»),
cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto
de Jesús «como Dios». En efecto, Señor, Adonai, era para Israel un
título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús
Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta
del papel desarrollado por el título Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha
(¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya en uso en
la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas
hasta hoy en la lengua de la primitiva comunidad 3.
Al
mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de
los guardias le hace entender que es suficiente que diga: «¡César es el
Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo4 —lo
sabemos por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la
región— se niega para no traicionar su fe en el único Señor y sube a la
hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar
la propia fe de Cristo.
Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor, Kyrios, ya
no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores»,
primero entre todos, precisamente, el emperador romano. Había que
encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su culto
divino. La crisis arriana ofreció la ocasión para ello.
Esto
nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue
añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea del 325:
«Nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma sustancia (homoousios) del Padre».
El
Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena,
está muy convencido de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo, quien
descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el
contrario, en mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que
la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a
este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la
carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador
Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que dice que
posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba,
en un día establecido de la semana, y cantar a Cristo como a Dios»
(«carmenque Christo quasi Deo dicere»)5.
La
fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo
ignorando completamente la historia alguien ha podido afirmar que la
divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el
Emperador Constantino en el concilio de Nicea. La aportación
de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más
nada, la de eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces
un reconocimiento pleno y sin reticencias de la divinidad de Cristo en
las discusiones teológicas.
Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos,
engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el
momento en que es Hijo, es decir, engendrado por el Padre? Para Arrio
era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk en).
Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las
demás criaturas». Atanasio resuelve la controversia con
una observación elemental: «El término agenetos fue inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo»6 y defendió a capa y espada la expresión «engendrado, pero no hecho», genitus no factus, de Nicea,
Otro
obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de
Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de
una divinidad intermedia, el deuteros theos,
antepuesto a la creación del mundo. Desde Platón en adelante, la
creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas
religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el
Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las cosas», a esta
entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación
cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la
Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la cumbre,
el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el
Espíritu Santo); en tercer lugar, las criaturas.
La definición del «genitus no factus» y del homoousios,
elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del universo
metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea
de demarcación en la escala del ser. Existen dos únicos modos de ser: el
del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del
primero, no de las segundas.
Queriendo
encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea,
podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe ser
proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino en
la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha cultura.
Es
importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos
ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde les viene una certeza tan
absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de
la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción
del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo Jesús.
El
argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está
presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas,
desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica
reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non
est assumptum non est sanatum»)7. En el uso que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no
es salvado», donde toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios».
La salvación exige que el hombre no sea asumido por un intermediario
cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe
Atanasio— el hombre seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y
también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo
carne no fuera de la misma naturaleza del Padre»8.
Pero
hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un
«postulado» práctico, como para Kant lo es la existencia misma de Dios9. No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de
salvación y de ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única
capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la explicación de
un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de
salvación y se demuestra que ella no podría existir si Cristo no fuera
Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la
salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.
2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pero
es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy
de la épica batalla sostenida en su tiempo por la ortodoxia. La
divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios
principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son
como dos puertas que se abren y se cierran a la vez. Existen edificios o
estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto
punto, o se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el
edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la divinidad de
Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si
el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Ya lo había
denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los arrianos:
«Si
el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces
no existe una Trinidad eterna, sino que fue la unidad y luego, con el
paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad»10.
San
Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo
creen también los paganos, los judíos y los réprobos; todos lo creen.
Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe de
los cristianos es la resurrección de Cristo»11.
Además de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo se debe decir de
la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones
son muerte y resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que
diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él es Dios. ¡La fe de
los cristianos es la divinidad de Cristo!
Debemos
plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra
sociedad y en la misma fe de los cristianos? Pienso que se puede hablar,
a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un cierto nivel —el
del espectáculo y los medios de comunicación social en general—
Jesucristo está muy presente. En una serie interminable de relatos,
películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a
veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre
él. Se ha convertido en una moda, un género literario. Se especula
sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que
él representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran
publicidad a bajo coste. Yo llamo a todo esto parasitismo literario.
Desde
cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy
presente en nuestra cultura. Pero si miramos al ámbito de la fe, al cual
pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una
inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué
creen, en realidad, los que se definen como «creyentes» en Europa y en
otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser
supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo,
esta es una fe deísta, no todavía una fe cristiana. Diferentes
indagaciones sociológicas constatan
este dato de hecho también en países y regiones de antigua tradición
cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de
religiosidad.
También
el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo
entre paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios, el Creador. La
persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún
puesto. Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le
gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no de realidades históricas,
por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz,
ecologismo, pero ciertamente no de Jesús.
Basta
una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que
estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el
Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y
confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que
salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y
resurrección.
Ya
durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando
Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al reprochar a los Apóstoles
llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios
que se daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto
desmiente por sí solo la tesis según la cual la fe en Cristo empieza
sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El
Jesús de la historia es ya uno que postula fe en Él y si los discípulos
le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en él, aunque
muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Debemos
dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús
dirigió un día a sus discípulos, después de que estos le han referido
las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis
que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente?
¿Crees con todo el corazón? San Pablo dice que «con el corazón se cree
para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para
tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde
sube la fe», exclama san Agustín12.
En
el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión
de la recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto relieve que ha
dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y que
se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos
los tratados «Sobre la fe» (De fide) escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer.
3. ¿Quién es el que vence al mundo?
Tenemos
que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin
reservas y sin reticencias. Reproducir el impulso de fe del que nació la
fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un esfuerzo
supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los
sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. Más adelante,
quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un nivel
máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de
Nicea que proclamamos en el Credo. Sin embargo, es preciso que se repita
el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el Credo
de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la
divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual a lo largo de los
siglos. De él hay necesidad nuevamente.
Hay
necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San
Juan, en su Primera Carta, escribe: «Quién es el que vence al mundo si
no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos
entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir
conseguir más éxito, dominar la escena política y cultural. Este sería
más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse.
Lamentablemente no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse
cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías de las dos
espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre
debemos estar atentos a no juzgar el pasado con los criterios y las
certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más bien
lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos:
«Vosotros lloraréis, pero el mundo se alegrará» (Jn 16,20).
Queda
excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo
muy distinto: de una victoria sobre lo que también el mundo odia y no
acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En
efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra
«mundo» (kosmos) en el evangelio. En este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
¿Cómo
ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con
«diez legiones de ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la
enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al hombre de
Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no
hubiera dudas sobre la naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta
es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.
Jesús
dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Son las palabras más
frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor
tiene abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el
famoso de la catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma: «En él
estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y
Vida, Phos y Zoè:
estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en
común y a menudo se encuentran cruzadas, escritas una horizontalmente y
la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y muy
difundido.
¿Qué
desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida?
De un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más
luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que entrara en
mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le ha
atribuido, justamente, un significado metafórico y espiritual. Un amigo
mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado todas
las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su
historia en un libro titulado «Mendigo de luz». El momento crucial fue
cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su
mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino,
la Verdad y la Vida»13.
En la línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el
Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda humildad al mundo
de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos»
(cf. Hch 17,23.27).
«Dadme
un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la
palanca, Arquímedes— y yo levantaré el mundo». Quien cree en la
divinidad de Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó
la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).
4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»
Pero
no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el
llamamiento que contiene, no sólo de cara a la evangelización, sino
también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel
«El padre humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX,
hay una escena muy sugestiva. Una muchacha judía, bellísima pero
ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el
sobrino del papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble
significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto momento,
«en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano:
«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […]
Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?»14
Es
una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos,
nosotros cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de
mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos
los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de
esas afirmaciones con las que Jesús, en varias ocasiones, trata de
ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera
identidad, no pudiendo revelarla de forma directa a causa de su falta de
preparación para acogerla.
Nosotros sabemos
que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24,
35), es decir, son palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las
escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A nosotros,
por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que
vosotros veis!». Si nunca hemos reflexionado seriamente sobre lo
afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la
ocasión para hacerlo.
¿Por
qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que
los demás para alegrarse en este mundo e incluso en muchas regiones de
la tierra están continuamente expuestos a la muerte, precisamente por su
fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque
conocéis el sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el
reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de nadie
más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva
escatológica, se extiende mucho más allá de los confines de la Iglesia);
«vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis
de sus primicias. ¡Vosotros me tenéis a mí!
La frase más
hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa, es: «¡Me has
hecho feliz!» Jesús merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde
lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros, venerables
Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo
olvidemos.
III predicación:
El Espíritu Santo nos introduce en el misterio de la muerte de Cristo
1. El Espíritu Santo en el misterio pascual de Cristo
En las dos meditaciones precedentes,
hemos tratado de mostrar cómo el Espíritu Santo nos introduce en la
«verdad plena» sobre la persona de Cristo, haciéndolo conocer como
«Señor» y como «Dios verdadero de Dios verdadero». En las restantes
meditaciones nuestra atención, desde la persona, se desplaza a la obra
de Cristo, desde el ser al actuar. Trataremos de mostrar cómo el
Espíritu Santo ilumina el misterio pascual, y en primer lugar, en la
presente meditación, el misterio de su muerte y de la nuestra.
Apenas publicado el programa de estas
predicaciones de Cuaresma, en una entrevista para L’Osservatore Romano,
se me ha dirigido esta pregunta: «¿Cuánto espacio para la actualidad
habrá en sus meditaciones? He respondido: Si se entiende «actualidad» en
el sentido de referencias a situaciones o acontecimientos en curso,
temo que haya muy poco de actual en las próximas predicaciones de
Cuaresma. Pero, en mi opinión, «actual» no es sólo «lo que está en
curso», y no es sinónimo de «reciente». Las cosas más «actuales» son las
eternas, es decir, las que tocan a las personas en el núcleo más íntimo
de la propia existencia, en cada época y en cada cultura. Es la misma
distinción que hay entre «lo urgente» y «lo importante». Siempre estamos
tentados de anteponer lo urgente a lo importante, y lo «reciente» a lo
eterno». Es una tendencia agudizada especialmente por el ritmo
apremiante de las comunicaciones y la necesidad de novedad de los medios
de comunicación
¿Qué hay más importante y actual para el
creyente, e incluso para cada hombre y cada mujer, que saber si la vida
tiene un sentido o no, si la muerte es el final de todo o, por el
contrario, el inicio de la verdadera vida? Ahora bien, el misterio
pascual de la muerte y resurrección de Cristo es la única respuesta a
tales problemas. La diferencia que hay entre esta actualidad y la
mediática de las noticias es la misma que hay entre quien pasa el tiempo
mirando la estela dejado por la ola en la playa (¡qué será borrada por
la ola siguiente!) y quien levanta la mirada para contemplar el mar en
su inmensidad.
Con esta conciencia meditemos, pues, el
misterio pascual de Cristo, comenzando por su muerte en cruz. La Carta a
los Hebreos dice que Cristo «movido por el Espíritu eterno se ofreció a
sí mismo sin mancha a Dios» (Heb 9,14). «Espíritu eterno» es otro modo
para decir Espíritu Santo, como atestigua ya una variante antigua del
texto. Esto quiere decir que, como hombre, Jesús recibió del Espíritu
Santo, que estaba en él, el impulso para ofrecerse en sacrificio al Padre y la fuerza que lo sostuvo durante su pasión.
Sucede para el sacrificio como para la
oración de Jesús. Un día Jesús «exultó en el Espíritu Santo y dijo: “Te
bendigo, Padre, Señor del cielo y tierra”» (Lc 10,21). Era el Espíritu
Santo que suscitaba en él la oración y era el Espíritu Santo quien lo
impulsaba a ofrecerse al Padre. El Espíritu Santo que es el don eterno
que el Hijo hace de sí mismo al Padre en la eternidad, es también la
fuerza que lo impulsa a hacerse don sacrificial al Padre por nosotros en
el tiempo.
La relación entre el Espíritu Santo y la
muerte de Jesús la pone de relieve sobre todo el evangelio de Juan. «No
había todavía Espíritu —comenta el evangelista a propósito de la promesa
de los ríos de agua viva— porque Jesús todavía no había sido
glorificado» (Jn 7,39), es decir, según el significado de esta palabra
en Juan, aún no había sido elevado en la cruz. Desde la cruz Jesús
«entregó el Espíritu», simbolizado por el agua y la sangre; escribe, en
efecto, en la primera Carta: «Tres son los que dan testimonio: el
Espíritu, el agua y la sangre» (1 Jn 5,7-8).
El Espíritu Santo lleva a Jesús a la cruz
y, desde la cruz Jesús, da el Espíritu Santo. En el momento del
nacimiento y luego, públicamente, en su bautismo, el Espíritu Santo es dado a Jesús; en el momento de la muerte Jesús da el
Espíritu Santo: «Después de haber recibido el Espíritu Santo prometido,
él lo ha derramado, como vosotros mismos podéis ver y oír», dice Pedro a
las multitudes el día de Pentecostés (Hch 2,33). A los Padres de la
Iglesia les gustaba poner de relieve esta reciprocidad. «El
Señor —escribía san Ignacio de Antioquía— ha recibido sobre su cabeza
una unción perfumada (myron), para soplar sobre la Iglesia la incorruptibilidad».
En este punto debemos evocar la
observación de san Agustín sobre la naturaleza de los misterios de
Cristo. Según él, se tiene una verdadera celebración a modo de
misterio, y no sólo a modo de aniversario, cuando «no sólo se conmemora
un acontecimiento, sino que se hace también de modo que se entienda su
significado para nosotros y se acoja santamente».
Y es lo que querríamos hacer en esta meditación, guiados por el
Espíritu Santo: ver qué significa para nosotros la muerte de Cristo, qué
ha cambiado a propósito de nuestra muerte.
2. Uno murió por todos
El Credo de la Iglesia termina con las
palabras «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo
futuro». No menciona lo que precederá a la resurrección y a la vida
eterna, es decir, la muerte. Justamente, porque la muerte no es objeto
de fe, sino de experiencia. Sin embargo, la muerte nos afecta demasiado
de cerca para pasarla en silencio.
Para poder valorar el cambio obrado por
Cristo en relación con la muerte, veamos cuáles fueron los remedios
intentados por los hombres para el problema de la muerte, también porque
el hombre intenta hoy «consolarse» con ellos. La muerte es el problema
humano número uno. San Agustín anticipa la reflexión filosófica moderna
sobre la muerte.
«Cuando nace un hombre —escribe— se
hacen muchas hipótesis: quizá sea guapo, quizás sea feo; quizá sea rico,
quizá sea pobre; quizá viva mucho, quizá no… Pero de nadie se dice:
quizá muera o quizá no muera. Esta es la única cosa absolutamente cierta
de la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de hidropesía (entonces
esa era la enfermedad incurable, hoy son otras) decimos: “Pobrecillo,
debe morir; está condenado, no hay remedio”. Pero, ¿no deberíamos decir
lo mismo de uno que nace? “¡Pobrecillo, debe morir, no hay remedio, está
condenado!”. ¿Qué diferencia hay si en un tiempo un poco más largo, o
un poco más corto? La muerte es la enfermedad mortal que se contrae al
nacer».
Quizás más que una vida mortal, la nuestra hay que considerarla como una «muerte vital», un vivir muriendo. Este
pensamiento de Agustín lo retomó, en clave
secularizada, Martin Heidegger que ha hecho que la muerte entrara con
pleno derecho en el objeto de la filosofía. Al definir la vida y el
hombre como «un-ser-para-la-muerte», él hace de la muerte no un
accidente que pone fin a la vida, sino la sustancia misma de la vida,
aquello de lo que está tejida. Vivir es morir. Cada instante que vivimos
es algo que se quema, se sustrae a la vida y se entrega a la muerte.
«Vivir-para-la-muerte» significa que la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la
vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Venimos de la nada y
volvemos a la nada. La nada es la única posibilidad del hombre.
Es el vuelco más radical de la visión
cristiana, según la cual el hombre es un «ser-para la eternidad». Sin
embargo, la afirmación en la que ha desembocado la filosofía tras su
larga reflexión sobre el hombre no es ni escandalosa ni absurda.
Simplemente, la filosofía hace su oficio; muestra cuál sería el destino
humano abandonado a sí mismo. Ayuda a comprender la diferencia que
introduce la fe en Cristo.
Más que la filosofía son quizá los poetas
quienes dicen las palabras de sabiduría más simples y verdaderas sobre
la muerte. Uno de ellos, Giuseppe Ungaretti, hablando del estado de
ánimo de los soldados en la trinchera durante la Gran Guerra, describió
la situación de cada hombre frente al misterio de la muerte:
«Se está
como en otoño
en los árboles
las hojas».
como en otoño
en los árboles
las hojas».
La misma Escritura del Antiguo Testamento
no tiene una respuesta clara sobre la muerte. De esta se habla en los
libros sapienciales pero siempre en clave de pregunta, más que de
respuesta. Job, los Salmos, el Qohelet, el Sirácide, la Sabiduría: todos
estos libros dedican una atención considerable al tema de la muerte.
«Enséñanos a contar nuestros días —dice un salmo— y llegaremos a la
sabiduría del corazón» (Sal 90,12). ¿Por qué se nace? ¿Por qué se muere?
¿Dónde se va después de muertos? Son todas preguntas que para el sabio
del Antiguo Testamento siguen sin otra respuesta que ésta: Dios lo
quiere así; sobre todo habrá un juicio.
La Biblia nos refiere las opiniones
inquietantes de los incrédulos del tiempo: «Nuestra vida es breve y
triste; no hay remedio cuando el hombre muere, y no se conoce a nadie
que libere de los infiernos. No hay vuelta de la muerte… Nacimos por
casualidad y después estaremos como si no hubiéramos existido» (Sab
2,1ss). Sólo en este libro de la Sabiduría, que es el más reciente de
los libros sapienciales, la muerte empieza a ser iluminada por la idea
de una retribución ultraterrena. Las almas de los justos, se piensa,
están en manos de Dios, aunque no se sabe qué quiere decir esto en
concreto (cf. Sab 3,1). Es cierto que en un salmo se lee: «Preciosa es
delante del Señor la muerte de sus fieles» (Sal 116,15). Pero no podemos
apoyarnos demasiado en este versículo tan explotado, porque el
significado de la frase parece ser otro: Dios hace pagar caro la muerte
de sus fieles; es decir, es su vengador, pide cuenta de ella.
¿Cómo ha reaccionado el hombre a esta
dura necesidad? Un modo expeditivo fue el de no pensar sobre ello, el de
distraerse. Para Epicuro, por ejemplo, la muerte es un falso problema:
«Cuando existo yo —decía— no existe aún la muerte; cuando existe la
muerte ya no existo yo». Ella, pues, no nos concierne. A esta lógica de
exorcizar la muerte responden también las leyes napoleónicas que
desplazaban los cementerios fuera de la población.
También se han agarrado remedios
positivos. El más universal se llama la prole, sobrevivir en los hijos;
otra, sobrevivir en la fama: «No moriré del todo (“non omnis moriar”)
—decía el poeta latino—, porque quedarán mis escritos, mi fama». «He
erigido un monumento más duradero que el bronce». Para el marxismo el
hombre sobrevive en la sociedad del futuro, no como individuo, sino como
especie.
Otro de estos remedios paliativos es la
reencarnación. Pero es una locura. Quienes profesan esta doctrina como
parte integrante de su cultura y religión, es decir, aquellos que saben
realmente qué es la reencarnación, también saben que no es un remedio y
un consuelo, sino un castigo. No es una prórroga concedida al disfrute,
sino a la purificación. El alma se reencarna porque todavía tiene algo
que expiar, y si debe expiar, deberá sufrir. La Palabra de Dios trunca
todas estas vías de escape ilusorias: «Está establecido que los hombres
mueran una sola vez, después de lo cual viene el juicio» (Heb 9,27).
¡Una sola vez! La doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe
de los cristianos.
En nuestros días se ha ido más allá.
Existe un movimiento a nivel mundial llamado «transhumanismo». Tiene
muchas caras, no todas negativas, pero su núcleo común es la convicción
de que la especie humana, gracias a los progresos de la tecnología, ya
está encaminada hacia una radical superación de sí misma, hasta vivir
durante siglos ¡y quizá para siempre! Según uno de sus representantes
más conocidos, Zoltan Istvan, la
meta final será «llegar a ser como Dios y vencer la muerte». Un
creyente judío o cristiano no puede dejar de pensar inmediatamente en
las palabras casi idénticas pronunciadas al inicio de la historia
humana: «No moriréis en absoluto; al contrario, seréis como Dios» (cf.
Gén 3,4-5)
3. La muerte ha sido devorada por la victoria
Existe un único y verdadero remedio para
la muerte y nosotros cristianos defraudamos al mundo si no lo
proclamamos con la palabra y la vida. Escuchemos cómo el apóstol Pablo
anuncia al mundo este cambio:
«Si por la caída de uno solo, muchos
murieron, con mayor razón la gracia de Dios y el don de la gracia
proveniente de un solo hombre, Jesucristo, han sido derramados
abundantemente sobre muchos […]. En efecto, si por la caída de uno solo,
la muerte ha reinado a causa de ese uno, mucho más los que reciben la
abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por
medio de ese uno que es Jesucristo» (Rom 5,12-17).
Con mayor lirismo, el triunfo de Cristo sobre la muerte está descrito en la Primera Carta a los Corintios:
«La muerte ha sido sumergida en la
victoria». “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está
tu aguijón?” Ahora bien, el aguijón de la muerte es el pecado, y la
fuerza del pecado es la ley; pero, gracias sean dadas a Dios, que nos da
la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 15,54-57).
El factor decisivo es colocado en el
momento de la muerte de Cristo: «Él murió por todos» (2 Cor 5,15). Pero,
¿qué ha ocurrido tan decisivo en ese momento que ha cambiado el rostro
mismo de la muerte? Podemos rapresentárnoslo visualmente así. El Hijo de
Dios descendió a la tumba, como a una prisión oscura, pero ha salido
por la pared opuesta. No ha vuelto por donde había entrado, como Lázaro
que, sin embargo, debe volver a morir. No, él ha abierto una brecha en
el lado opuesto, por la que todos los que creen en él pueden seguirlo.
Escribe un antiguo Padre: «Él tomó sobre
sí los sufrimientos del hombre sufriente mediante su cuerpo capaz de
sufrir, pero con el Espíritu que no podía morir, Cristo ha dado muerte a
la muerte que mataba al hombre». Y san Agustín:
«A través de la pasión, Cristo pasa de la muerte a la vida y nos abre a
nosotros, que creemos en su resurrección, para que pasemos también de
la muerte a la vida». La muerte se ha convertido en un paso ¡y un paso
hacia lo que no pasa! Dice bien Juan Crisóstomo:
«Es cierto, nosotros morimos también
como antes pero no permanecemos en la muerte: y esto no es morir. El
poder y la fuerza real de la muerte es solamente eso: que un muerto no
tenga ninguna posibilidad de volver a la vida. Pero si después de la
muerte recibe de nuevo la vida y, más todavía, se le da una vida mejor,
entonces esta ya no es muerte, sino un sueño».
Todos estos modos de explicar el sentido
de la muerte de Cristo son verdaderos, pero no nos dan la
explicación más profunda. Esta debe buscarse en lo que, con su muerte,
Jesús ha venido a poner en la condición humana, más que en lo que ha
venido a quitar; debe buscarse en el amor de Dios, no en el pecado del
hombre. Si Jesús sufre y muere con una muerte violenta que le inflige el
odio, no lo hace sólo para pagar, en lugar de los hombres, su deuda
insoluble (¡la deuda de diez mil talentos, en la parábola, la canceló el
rey!); ¡muere crucificado para que el sufrimiento y la muerte de los
seres humanos sean habitados por el amor!
El hombre se había condenado por sí solo a
una muerte absurda y he aquí que, entrando en esta muerte,
descubre ahora que está impregnada del amor de Dios. El amor no ha
podido prescindir de la muerte, a causa de la libertad del ser humano:
el amor de Dios no puede eliminar con un golpe de varita mágica la
trágica realidad del mal y de la muerte. Su amor está obligado a dejar
que el sufrimiento y la muerte digan su palabra. Pero dado que el amor
ha penetrado en la muerte y la ha llenado de la presencia divina, es el
amor quien tiene ahora la última palabra.
4. Qué ha cambiado en la muerte
¿Qué ha cambiado, pues, con
Jesús, respecto a la muerte? ¡Nada y todo! Nada para la razón, todo para
la fe. No ha cambiado la necesidad de entrar en la tumba, pero se da la
posibilidad de salir de ella. Es lo que ilustra con fuerza el icono
ortodoxo de la resurrección, del que vemos una interpretación moderna en
la pared de la izquierda de esta capilla. El resucitado desciende a los
infiernos y saca consigo a Adán y Eva, y tras ellos a todos los que se
agarran a él, en los infiernos de este mundo.
Esto explica la actitud paradójica del
creyente ante la muerte, tan parecida y tan diferente a la de todos los
demás. Una actitud hecha de tristeza, miedo, horror, porque sabe que
debe bajar a aquel abismo oscuro; pero también de esperanza porque sabe
que puede salir de allí. «Si la certeza de morir nos entristece —dice el
Prefacio de difuntos— nos consuela la esperanza de la futura
inmortalidad». A los fieles de Tesalónica, afligidos por la muerte de
algunos de ellos, san Pablo les escribía:
«Hermanos, no queremos que ignoréis la
suerte de los que mueren, para que no estéis tristes como los otros que
no tienen esperanza. En efecto, si creemos que Jesús murió y resucitó,
creemos también que Dios, por medio de Jesús, llevará de nuevo con él a
los que han muerto» (1 Tes 4,13-14).
No les pide que no estén afligidos por la
muerte, sino que no lo estén «como los demás», como los no
creyentes. La muerte no es para el creyente el final de la vida, sino el
comienzo de la verdadera; no es un salto en el vacío, sino un salto a
la eternidad. Es un nacimiento y es un bautismo. Es un nacimiento, porque
sólo entonces comienza la vida verdadera, la que no va hacia la muerte,
sino que dura para siempre. Por eso la Iglesia no celebra la fiesta de
los santos en el día de su nacimiento terreno, sino en el de su
nacimiento para el cielo, su «dies natalis». Entre la vida de fe
en el tiempo y la vida eterna existe una relación análoga a la que
existe entre la vida del embrión en el seno materno y la del niño, una
vez llegado a la luz. Escribe Cabasilas:
«Este mundo alumbra al hombre interior,
al hombre nuevo, creado según Dios, y una vez configurado y formado
perfecto aquí abajo, nace para un mundo perfecto e interminable. La
naturaleza prepara el embrión, mientras vive en tinieblas de noche, para
la vida en un mundo de luz. Y la naturaleza le va dando forma tomando
por modelo la existencia que recibirá. Es también lo que ocurre en los
santos».
La muerte es también un bautismo.
Así designa Jesús a su propia muerte: «Hay un bautismo con el que debo
ser bautizado» (Lc 12,50). San Pablo habla del bautismo como de un ser
«bautizados en la muerte de Cristo» (Rom 6,4). Antiguamente, en el
momento del bautismo, la persona era bajada totalmente al agua; todos
los pecados y todo el hombre viejo quedaban sepultados en el agua y
salía de ella una criatura nueva, simbolizada por la túnica blanca con
la que era revestido. Así sucede en la muerte: muere el gusano, nace la
mariposa. «Dios enjugará las lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte,
ni luto ni llanto ni angustia porque las cosas primeras han pasado» (Ap
21,4). Todo sepultado para siempre.
Durante varios siglos, especialmente
desde el siglo XVI en adelante, un aspecto importante de la ascética
católica consistía en «prepararse para la muerte», es decir, en meditar
sobre la muerte, describiendo visualmente sus diferentes estadios y su
inexorable avance desde la periferia del cuerpo hasta el corazón. Casi
todas las imágenes de santos pintadas en este período los muestran con
una calavera al lado, incluso Francisco de Asís que también había
llamado a la muerte «hermana».
Una de las atracciones turísticas de
Roma es todavía el cementerio de los Capuchinos de Vía Véneto. No se
puede negar que todo esto pueda constituir un reclamo todavía útil para
una época tan secularizada y despreocupada como la nuestra; sobre
todo si se lee como una exhortación dirigida a quien mira lo escrito que
sobresale por encima de uno de los esqueletos: «Lo que tú eres, yo fui;
lo que yo soy, tú serás».
Todo esto ha dado a alguien el pretexto
de decir que el cristianismo se abre camino con el miedo a la muerte.
Pero es un error terrible. El cristianismo, hemos visto, no está hecho
para acrecentar el miedo a la muerte, sino para quitarlo; Cristo, dice
la Carta a los Hebreos, ha venido «para liberar a los que, por miedo a
la muerte, estaban sometidos a la esclavitud para toda la vida» (Heb
2,15). ¡El cristianismo no se abre camino con el pensamiento de nuestra
muerte, sino con el pensamiento de la muerte de Cristo!
Por eso, más eficaz que meditar sobre
nuestra muerte, es meditar sobre la pasión y muerte de Jesús y debemos
decir, para honra de las generaciones que nos han precedido, que dicha
meditación era también el pan cotidiano en la espiritualidad de los
siglos recordados. Es una meditación que suscita conmoción y gratitud,
no angustia; nos hace exclamar, como al apóstol Pablo: «¡Me amó y se
entregó por mí!» (Gál 2,20).
Un «ejercicio piadoso» que recomendaría a
todos durante la Cuaresma es coger un Evangelio y leer por cuenta
propia, con calma y por entero, el relato de la pasión. Basta con menos
de media hora. Conocí a una mujer intelectual que se profesaba atea. Un
día le cayó encima una de esas noticias que dejan abrumado: su hija de
dieciséis años tiene un tumor en los huesos. La operan. La chica vuelve
del quirófano martirizada, con tubos, sondas y goteros por todas partes.
Sufre terriblemente, gime y no quiere oír ninguna palabra de consuelo.
La madre, sabiendo que era piadosa y
religiosa, pensando agradarla, le dice: «¿Quieres que te lea algo del
Evangelio?». «¡Sí, mamá!». «¿Qué?». «Léeme la pasión». Ella, que nunca
había leído un evangelio, corre a comprar uno a los capellanes; se
sienta junto al lecho y empieza a leer. Al cabo de un poco la hija se
duerme, pero ella sigue, en la penumbra, leyendo en silencio hasta el
final. «¡La hija se dormía —dirá ella misma en el libro escrito después
de la muerte de la hija—, y la madre se despertaba!». Se despertaba de
su ateísmo. La lectura de la pasión de Cristo la había cambiado la vida
para siempre.
Terminemos con la simple, pero densa
oración de la liturgia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi,
quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». «Te adoramos, oh Cristo,
y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo».
IV predicación:
El Espíritu Santo nos introduce en el misterio de la resurrección de Cristo
En las primeras dos meditaciones de Cuaresma Hemos
reflexionado sobre el Espíritu Santo que nos introduce en la verdad
plena sobre la persona de Cristo, proclamándolo Señor y Dios verdadero.
En la última meditación hemos pasado del ser al obrar de Cristo, de su
persona a su obrar, y en particular sobre el misterio de su muerte
redentora. Hoy nos proponemos meditar sobre el misterio de su
resurrección y la nuestra.
San Pablo atribuye abiertamente la resurrección de
Jesús de la muerte a la obra del Espíritu Santo. Dice que Cristo «fue
constituido Hijo de Dios con potencia, según el Espíritu de santidad, en
virtud de la resurrección de los muertos» (Rom 1,4). En Cristo se ha
hecho realidad la gran profecía de Ezequiel sobre el Espíritu que entra
en huesos secos, los resucita de sus tumbas y hace de una multitud de
muertos «un ejército grande, exterminado» de resucitados a la vida y a
la esperanza (cf. Ez 37,1-14).
Pero no querría proseguir mi meditación por esta
línea. Hacer del Espíritu Santo el principio inspirador de toda la
teología (¡la intención de la llamada teología del tercer artículo!) no
significa hacer entrar a la fuerza el Espíritu Santo en toda
afirmación, mencionándolo cada dos por tres. No sería de la naturaleza
del Paráclito, que, como la luz, es iluminar todo quedando él mismo, por
así decirlo, en la sombra, como entre bastidores. Más que hablar «del»
Espíritu Santo, la teología del tercer artículo consiste en hablar «en»
el Espíritu Santo, con todo lo que comporta este simple cambio de
preposición.
1. La resurrección de Cristo: enfoque histórico
Digamos primero algo sobre la resurrección de
Cristo como hecho «histórico». ¿Podemos definir la resurrección como un
acontecimiento histórico, en el sentido común de este término, es decir,
ocurrido realmente, es decir, en el sentido en que histórico se opone a
mítico y legendario? Para expresarnos en los términos del debate
reciente: ¿Resucitó Jesús sólo en el kerigma, es decir, en el anuncio
de la Iglesia (como alguien ha afirmado siguiendo a Rudolf Bultmann), o,
por el contrario, resucitó también en la realidad y en la historia? O
también: ¿resucitó él, la persona de Jesús, o resucitó sólo su causa, en
el sentido metafórico en el que resucitar significa sobrevivir, o el
resurgimiento victorioso de una idea, tras la muerte de quien la ha
propuesto?
Veamos, pues, en qué sentido se da un enfoque
también histórico a la resurrección de Cristo. No porque alguien de
nosotros aquí necesite ser convencido de esto, sino, como dice Lucas en
el comienzo de su evangelio, «para que podamos darnos cuenta de la
solidez de las enseñanzas que hemos recibido» (cf. Lc 1,4) y que
transmitimos a los demás.
La fe de los discípulos, salvo alguna excepción
(Juan, las piadosas mujeres), no resistió la prueba de su trágico final.
Con la pasión y la muerte, la oscuridad envuelve todo. Su estado de
ánimo se trasluce en las palabras de los dos discípulos de Emaús:
«Nosotros esperábamos que fuese él… pero ya han pasado tres días» (Lc
24,21). Estamos en un punto muerto de la fe. El caso de Jesús se
considera cerrado.
Ahora —siempre en calidad de historiadores—
vayamos a algún año, incluso a alguna semana después. ¿Que encontramos?
Un grupo de hombres, lo mismo que estuvo junto a Jesús, el cual va
repitiendo, en voz alta, que Jesús de Nazaret es él el Mesías, el Señor,
el Hijo de Dios; que está vivo y que vendrá a juzgar el mundo. El caso
de Jesús no sólo se reabre, sino que es llevado en corto tiempo a una
dimensión absoluta y universal. Aquel hombre no sólo interesa al
pueblo de Israel, sino a todos los hombres de todos los tiempos. «La
piedra que desecharon los constructores —dice san Pedro— se ha
convertido en piedra angular» (1 Pe 2,4), es decir, principio de una
nueva humanidad. De ahora en adelante, se sepa o no, no hay ningún otro
nombre dado a los hombres bajo el cielo, en el cual uno se pueda salvar,
sino el de Jesús de Nazaret (cf. Hch 4,12).
¿Qué ha determinado un cambio tal que los mismos
hombres que antes habían negado a Jesús o habían huido, ahora dicen en
público estas cosas, fundan Iglesias y se dejan incluso encarcelar,
flagelar, matar por él? Ellos nos dan, coralmente, esta respuesta: «¡Ha
resucitado! ¡Le hemos visto!». El último acto que puede realizar el
historiador, antes de ceder la palabra a la fe, es comprobar esa
respuesta.
La resurrección es un acontecimiento histórico, en
un sentido especialísimo. Está en el límite de la historia, como ese
hilo que separa el mar de la tierra firme. Está dentro y fuera al mismo
tiempo. Con ella, la historia se abre a lo que está más allá de la
historia, a la escatología. Es, pues, en cierto sentido, la ruptura de
la historia y su superación, así como la creación es su comienzo. Esto
hace que la resurrección sea un acontecimiento en sí mismo incapaz de
ser testimoniado ni asido con nuestras categorías mentales, que están
todas vinculadas a la experiencia del tiempo y del espacio. Y, de hecho,
nadie asiste al instante en el que resucita Jesús. Nadie puede decir
que ha visto resucitar a Jesús, sino que sólo lo ha visto resucitado.
La resurrección, pues, se conoce a posteriori, a
continuación. Igual que la presencia física del Verbo en María demuestra
el hecho de que se ha encarnado; así, la presencia espiritual de Cristo
en la comunidad, atestiguada por las apariciones, demuestra que ha
resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador profano da a
conocer la resurrección. Tácito, que también recuerda la muerte de «un
cierto Cristo» en tiempo de Poncio Pilato1,
calla sobre la resurrección. Ese acontecimiento no tenía relevancia y
sentido más que para quién experimentaba sus consecuencias, en el seno
de la comunidad.
¿En qué sentido, entonces, hablamos de un
acercamiento histórico a la resurrección? Lo que se ofrece a la
consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección,
son dos hechos: primero, la repentina e inexplicable fe de los
discípulos, una fe tan tenaz que resiste incluso la prueba del martirio;
segundo, la explicación que de esta fe nos han dejado los
interesados. Ha escrito un eminente exégeta: «En el momento decisivo,
cuando Jesús fue capturado y ejecutado, los discípulos no esperaban
ninguna resurrección. Ellos huyeron y dieron por terminado el caso de
Jesús. Tuvo que intervenir algo que en poco tiempo, no sólo provocó el
cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una
actividad completamente nueva y a la fundación de la Iglesia. Este
“algo” es el núcleo histórico de la fe de Pascua»2.
Se ha observado justamente que, si se niega el
carácter histórico y objetivo de la resurrección, el nacimiento de la fe
y de la Iglesia se convertiría en un misterio aún más inexplicable que
la resurrección misma: «La idea de que el imponente edificio de la
historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en
equilibrio inestable sobre un hecho insignificante es ciertamente menos
creíble que la afirmación de que todo el acontecimiento —es decir, el
dato de hecho, más el significado inherente a él— haya ocupado realmente
un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo
Testamento»3.
¿Cuál es, entonces, el punto de llegada de la
investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos captarlo
en las palabras de los discípulos de Emaús. En la mañana de Pascua
algunos discípulos fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las
cosas estaban como habían referido las mujeres, que fueron antes que
ellos, «pero a él no le vieron» (cf. Lc 24,24). También la historia se
acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están tal
como los testigos han dicho. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. No
basta con constatar históricamente los hechos, hay que ver al Resucitado
y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe4.
Quien llega corriendo desde tierra firme a la orilla del mar debe
frenar de golpe; puede ir más allá con la mirada, pero no con los pies.
2. Significado apologético de la resurrección
Pasando de la historia a la fe, también cambia el
modo de hablar de la resurrección. El lenguaje del Nuevo Testamento y de
la liturgia de la Iglesia es asertivo, apodíctico, que no se basa en
demostraciones dialécticas. «Ahora, en cambio, Cristo ha resucitado de
entre los muertos» (1 Cor 15,20), dice san Pablo. Punto y basta. Estamos
aquí ahora en el plano de la fe, no ya en el de la demostración. Es lo
que llamamos el kerigma. «Scimus Christum surrexisse a mortuis vere»,
canta la liturgia el día de Pascua: «Nosotros sabemos que Cristo ha
resucitado verdaderamente». No sólo creemos, sino que, habiendo creído,
sabemos que es así, estamos seguros de ello. La prueba más segura de la
resurrección se tiene después, no antes, de haber creído, porque
entonces se experimenta que Jesús está vivo.
Pero, ¿qué es la resurrección considerada desde el
punto de vista de la fe? Es el testimonio de Dios en Jesucristo. Dios
Padre que, en vida, ya había acreditado a Jesús de Nazaret con
prodigios y signos, ahora ha puesto un sello definitivo a su
reconocimiento, resucitándolo de la muerte. En el discurso de Atenas,
san Pablo fórmula así la cosa: «Dios lo resucitó de entre los muertos,
dando así a todos los hombres una prueba segura sobre él» (Hch 17,31).
La resurrección es el potente «Sí» de Dios, su «Amén» pronunciado sobre
la vida de su Hijo Jesús.
La muerte de Cristo no era, por sí misma,
suficiente para testimoniar la verdad de su causa. Muchos
hombres —tenemos una trágica prueba de ello en nuestros días— mueren por
causas equivocadas, incluso por causas inicuas. Su muerte no ha hecho
verdadera su causa; sólo ha testimoniado que ellos creían en la verdad
de ella. La muerte de Cristo no es la garantía de su verdad, sino de su
amor, ya que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por la
persona amada» (Jn 15,13).
Sólo la resurrección constituye el sello de la
autenticidad divina de Cristo. Por eso, a quien le pedía un signo, Jesús
respondió: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré»
(Jn 2,18s) y en otro lugar dice: «No se le dará a esta generación
ninguna señal más que el signo de Jonás» que después de tres días en el
vientre del cetáceo volvió a ver la luz (Mt 16,4). Pablo tiene razón al
edificar sobre la resurrección, como sobre su fundamento, todo el
edificio de la fe: «Si Cristo no hubiera resucitado, sería vana nuestra
fe. Nosotros seríamos falsos testigos de Dios… seríamos los más
desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,14-15.19). Se entiende por
qué san Agustín puede decir que «la fe de los cristianos es la
resurrección de Cristo». Que Cristo haya muerto lo creen todos, incluso
los paganos, pero que hay resucitado, sólo lo creen los cristianos, y no
es cristiano quien no lo cree5.
3. Significado mistérico de la resurrección
Hasta aquí el significado apologético de la
resurrección de Cristo, es decir, que tiende a determinar la
autenticidad de la misión de Cristo y la legitimidad de su pretensión
divina. A ello hay que añadir un significado muy distinto que podríamos
llamar mistérico o salvífico, en lo que respecta a nosotros que creemos.
La resurrección de Cristo nos afecta y es un misterio «para nosotros»,
porque basa la esperanza de nuestra propia resurrección de la muerte:
«Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de
entre los muertos, habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de
entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio
de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).
La fe en una vida ultraterrena aparece, de manera
clara y explícita, sólo hacia el final del Antiguo Testamento. El
segundo libro de los Macabeos constituye su testimonio más avanzado:
«Después de que muramos —exclama uno de los siete hermanos asesinado
bajo Antíoco— (Dios) nos resucitará a una vida nueva y eterna» (cf. 2
Mac 7,1-14). Pero esta fe no nace de repente, de la nada; se enraíza
vitalmente en toda la revelación bíblica precedente, de la que
representa la conclusión esperada y, por así decirlo, el fruto más
maduro.
Sobre todo dos certezas empujaron a esta
conclusión: la certeza de la omnipotencia de Dios y la de la
insuficiencia e injusticia de la retribución terrena. Parecía cada vez
más evidente —especialmente tras la experiencia del exilio— que la
suerte de los buenos en este mundo es tal que, sin la esperanza de una
retribución distinta de los justos después de la muerte, sería imposible
no caer en la desesperación. Efectivamente, en esta vida todo ocurre
del mismo modo al justo y al impío, tanto la felicidad como la
desventura. El libro del Qohelet representa la expresión más lúcida de
esta amarga conclusión (cf. Qo 7,15).
El pensamiento de Jesús sobre el tema está
expresado en la discusión con los saduceos sobre el caso de la mujer que
había tenido siete maridos (Lc 20,27-38). Ateniéndose a la revelación
bíblica más antigua, la mosaica, ellos no habían aceptado la doctrina de
la resurrección de los muertos que consideraban una novedad.
Refiriéndose a la ley del levirato (Deut 25: la mujer que se quedó
viuda, sin hijos varones, es expuesta por el cuñado), ellos hipotizan el
caso límite de una mujer que pasó, de este modo, a través de siete
maridos y al final, seguros de haber demostrado lo absurdo de la
resurrección, preguntan: «Esta mujer, en la resurrección, ¿de quién va a
ser mujer»?
Sin apartarse del terreno elegido por los
adversarios, con pocas palabras, Jesús desvela primero dónde está el
error de los saduceos y lo corrige, luego da a la fe en la resurrección
su fundamentación más profunda y más convincente. Jesús se pronuncia
sobre dos cosas: sobre la forma y sobre el hecho de la resurrección. En
cuanto al hecho de que habrá una resurrección de los muertos, Jesús
recuerda el episodio de la zarza ardiente donde Dios se proclama «Dios
de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Si Dios se proclama «Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob», cuando Abraham, Isaac y Jacob están
muertos desde hace generaciones, y si, por otra parte, «Dios es Dios de
vivos y no de los muertos», entonces quiere decir que ¡Abraham, Isaac y
Jacob están vivos en alguna parte!
Más que sobre la respuesta de Jesús a los
saduceos, la fe en la resurrección se basa en el hecho de su
resurrección de la muerte. «Si se predica que Cristo resucitó de entre
los muertos, —exclama Pablo—, ¿como pueden decir algunos de entre
vosotros que no hay resurrección de entre los muertos? ¡Si no existe la
resurrección de entre los muertos, tampoco Cristo ha resucitado! (1 Cor
15,12-13). Es absurdo pensar en un cuerpo cuya cabeza reina gloriosa en
el cielo y cuyo cuerpo se marchita eternamente sobre la tierra o acabe
en la nada.
La fe cristiana en la resurrección de entre los
muertos responde, por lo demás, al deseo más instintivo del corazón
humano. Nosotros —dice Pablo— no queremos ser despojados de nuestro
cuerpo, sino revestidos, es decir, no queremos sobrevivir sólo con una
parte de nuestro ser —el alma—, sino con todo nuestro yo, alma y cuerpo;
por tanto, no queremos que nuestro cuerpo mortal sea destruido, sino
que «sea absorbido por la vida» y se revista, él mismo, de inmortalidad
(cf. 2 Cor 5,1-5; 1 Cor 15,51-53).
Nosotros, en esta vida, no tenemos de la vida
eterna sólo una promesa: también también «sus primicias» y «arras».
Nunca habría que traducir el término griego arrabôn utilizado por san
Pablo a propósito del Espíritu (2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14) con «prenda»
(pignus), sino sólo con arras (arra). San Agustín explicó bien la
diferencia. La prenda, dice, no es el inicio del pago, sino algo que
viene dado en espera del pago; una vez efectuado el pago, la prenda será
reembolsada. No así las arras. No se restituyen en el momento del pago,
sino que se completan. Forma parte ya del pago. «Si Dios, a través de
su Espíritu, nos ha dado como arras el amor, cuando nos dé toda la
realidad, ¿acaso se nos quitarán las arras? Ciertamente no, sino que
completará lo que ya ha dado»6.
Como «las primicias» anuncian la cosecha plena y
son parte de ella, así las arras son parte de la plena posesión del
Espíritu. Es el «Espíritu que habita en nosotros» (cf. Rom 8,11), más
que la inmortalidad del alma, quien asegura, como se ve, la continuidad
entre nuestra vida presente y futura.
Sobre el modo de la resurrección, Jesús afirma, en
esa misma ocasión, la condición espiritual de los resucitados: «Los
que son juzgados dignos del otro mundo y de la resurrección de los
muertos, no toman mujer ni marido; y tampoco pueden ya morir, porque son
iguales a los ángeles y, al ser hijos de la resurrección, son hijos de
Dios».
Se ha intentado explicar el tránsito de la
condición terrestre a la de resucitados con ejemplos sacados de la
naturaleza: la semilla de la que brota el árbol, la naturaleza muerta en
invierno y que resucita en primavera, la oruga que se transforma
en mariposa. Pablo se limita a decir: «Se siembra en corrupción,
resucita en la incorruptibilidad; se siembra en la miseria, resucita en
la gloria; se siembra en la debilidad, resucita en potencia; se siembra
cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,42-44).
La verdad es que todo lo que respecta a nuestra
condición en el más allá sigue siendo un misterio impenetrable; no
porque Dios haya querido tenérnoslo escondido, sino porque,
obligados como estamos, a pensar cada cosa dentro de las categorías del
tiempo y del espacio, nos faltan los instrumentos para representárnoslo.
La eternidad no es una entidad que existe separadamente y que se puede
definir en sí misma, como si fuese un tiempo prolongado hasta el
infinito. Ella es el modo de ser de Dios. ¡La eternidad es Dios! Entrar
en la vida eterna significa simplemente ser admitidos, por gracia, a
compartir el modo de ser de Dios.
Todo esto no habría sido posible si la eternidad
no hubiera entrado antes en el tiempo. En Cristo resucitado, y gracias a
él, podemos revestirnos del modo de ser de Dios. San Pablo se
representa lo que le espera después de la muerte como un «ir a estar con
Cristo» (Flp 1,23). Lo mismo se deduce de la palabra de Jesús al buen
ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El paraíso es un
estar «con Cristo», como sus «coherederos». La vida eterna es una
reunificación de los miembros con la cabeza, un hacerse «masa» con él en
la gloria, después de estar unidos con él en el sufrimiento (Rom 8,17).
Una simpática historia narrada por un escritor
alemán moderno nos ayuda a tener un sentido de la vida eterna más que
todos los intentos de explicación racional. En un monasterio medieval
vivían dos monjes unidos entre sí por una profunda amistad espiritual.
Uno se llamaba Rufus y el otro Rufinus. En todo su tiempo libre no
hacían otra cosa que tratar de imaginar y describir cómo sería la vida
eterna en la Jerusalén celestial. Rufus, que era capataz, se la
imaginaba como una ciudad con puertas de oro, constelada de piedras
preciosas; Rufinus que era organista, como toda resonando melodías
celestes.
Al final hicieron un pacto: el que de ellos
muriera primero volvería la noche siguiente, para garantizar al amigo
que las cosas eran precisamente como las habían imaginado. Habría
bastado una palabra. Si era como habían pensado, diría
simplemente: taliter!, es decir, precisamente así; si —pero la cosa era
totalmente imposible— fuera otra cosa, diría: aliter, distinto!
Una tarde, mientras estaba al órgano, el corazón
de Rufino se paró. El amigo veló tembloroso toda la noche, pero nada;
esperó con vigilias y ayunos durante semanas y meses, y nada.
Finalmente, en el aniversario de la muerte, de noche, en un halo de luz,
el amigo entra en su celda. Viendo que calla, es él quien le pregunta,
seguro de la respuesta afirmativa: taliter? Es así ¿verdad? Pero el
amigo sacude la cabeza en signo negativo. Desesperado,
grita: aliter? ¿Es diferente? De nuevo un signo negativo con la cabeza. Y
finalmente de los labios cerrados del amigo salen, como en un soplo,
dos palabras: Totaliter aliter: ¡Totalmente distinto! ¡Es algo muy
diverso! Rufus entiende volando que el cielo es infinitamente más de lo
que habían imaginado, que no se puede describir, y poco después muere
también él, por el deseo de alcanzarlo7.
El hecho, naturalmente, es una leyenda, pero su
contenido es al menos bíblico. «El ojo no vio ni oído oyó, ni nunca
entró en el corazón de hombre lo que Dios ha preparado para aquellos que
lo aman» (cf. 1 Cor 2,9). San Simeón, el Nuevo Teólogo, uno de los
santos más queridos en la Iglesia Ortodoxa, tuvo un día una visión;
estaba seguro de que había contemplado a Dios en persona y, seguro de
que no podía haber nada más grande y radiante de lo que había visto,
dijo: «¡Si el cielo no es más que esto, me basta!» El Señor le
respondió: «Verdaderamente eres muy mezquino, si te contentas con estos
bienes, porque, en relación con los bienes futuros, ellos son como un
cielo pintado en papel, en comparación con el cielo verdadero»8.
Cuando se quiere atravesar un estrecho, decía san
Agustín, lo más importante no es quedarse en la orilla y aguzar la vista
para ver qué hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que lleva a
la orilla. Y también para nosotros lo más importante no es especular
sobre cómo será nuestra vida eterna, sino hacer lo que sabemos que nos
conduce a ella. Que nuestra jornada de hoy sea un pequeño paso hacia
ella9.
V predicación:
«Se ha manifestado la justicia de Dios»
El V centenario de la Reforma protestante, una ocasión de gracia y de reconciliación para toda la Iglesia
1. Los orígenes de la Reforma protestante
El Espíritu Santo que —hemos visto en las
meditaciones anteriores—nos conduce a la verdad plena sobre la persona
de Cristo y sobre su misterio pascual, nos ilumina también sobre un
aspecto crucial de nuestra fe en Cristo, es decir, sobre el modo en que
la salvación realizada por él nos alcanza hoy en la Iglesia. En otras
palabras, sobre el gran problema de la justificación del hombre
pecador mediante la fe. Creo que tratar de arrojar luz sobre la historia
y sobre el estado actual de este debate es la forma más útil para hacer
del aniversario del V centenario de la Reforma protestante una ocasión
de gracia y de reconciliación para toda la Iglesia.
No podemos prescindir de releer por completo el pasaje de la Carta a los Romanos en el que está centrado dicho debate. Dice:
21Pero ahora, independientemente de la ley, la
justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los
profetas, 22justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que
creen —pues no hay diferencia alguna; 23todos pecaron y están privados
de la gloria de Dios 24y son justificados por el don de su gracia, en
virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, 25a quien exhibió Dios
como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe,
para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos
anteriormente, 26en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a
mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y
justificador del que cree en Jesús. 27¿Dónde está, entonces, el derecho a
gloriarse? ¡Queda eliminado! ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No.
Por la ley de la fe. 28Porque pensamos que el hombre es justificado por
la fe, sin las obras de la ley.
¿Cómo ha podido suceder que este mensaje tan
consolador y luminoso se haya convertido en la manzana de la discordia
en el seno de la cristiandad occidental, dividiendo la Iglesia y Europa
en dos continentes religiosos diferentes? También hoy, para el creyente
medio, en algunos países del norte de Europa, dicha doctrina constituye
la divergencia entre catolicismo y protestantismo. Yo mismo he escuchado
que fieles laicos luteranos me dirigían la pregunta: «¿Cree usted en la
justificación por la fe?», como la condición para poder escuchar lo que
yo decía. Esta doctrina es definida por los iniciadores mismos de la
Reforma con «el artículo con el que la Iglesia está en pie o cae»
(articulus stantis et cadentis Ecclesiae).
Debemos remontarnos a la famosa «experiencia de la
torre» de Martín Lutero ocurrida en los años 1511 o 1512. (Se llama así
porque se piensa que ocurrió en una celda del convento agustino de
Wittenberg llamada «la Torre»). Lutero estaba angustiado, hasta casi la
desesperación y el resentimiento hacia Dios, por el hecho de que con
todas sus observancias religiosas y penitencias no lograra sentirse
acogido y en paz con Dios. Fue aquí donde de repente se le encendió en
la mente la palabra de Pablo en Romanos 1,17: «El justo vive por la fe».
Fue una liberación. Contando él mismo esta experiencia cerca de la
muerte, escribió: «Cuando descubrí esto me sentí renacer y me parecía
que se abrían de par en par para mí las puertas del paraíso»1.
Con razón, algunos historiadores luteranos
remontan a este momento, es decir, a algunos años antes del 1517, el
verdadero comienzo de la Reforma. La ocasión que transformó esta
experiencia interior en una verdadera avalancha religiosa fue el
incidente de las indulgencias que hizo que Lutero decidiera colocar las
famosas 95 tesis, en la iglesia del castillo de Wittenberg, el 31 de
octubre del 1517. Es importante señalar esta sucesión histórica de los
hechos. Ella nos dice que la tesis de la justificación por fe y no por
las obras, no fue el resultado de la polémica con la Iglesia del tiempo,
sino su causa. Fue una verdadera iluminación desde lo alto, una
«experiencia» (Erlebnis), como es definida por él mismo.
Surge una pregunta espontánea: ¿cómo se explica el
terremoto suscitado por la toma de posición de Lutero? ¿Qué había en
ella de tan revolucionario? San Agustín había dado muchos siglos antes,
sobre la expresión «justicia de Dios», la misma explicación. «La
justicia de Dios (justitia Dei) —escribió— es aquella gracias a la cual,
por su gracia, llegamos a ser justos, exactamente como la salvación de
Dios (salus Dei) (Sal 3,9) es aquella por la cual Dios nos salva
nosotros»2.
San Gregorio Magno había dicho: «No se llega desde
las virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes». Y san Bernardo:
«Yo, lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo apropio3
(usurpo!) con confianza del costado traspasado del Señor, porque está
lleno de misericordia. […] ¿Y que es de mi justicia? Oh Señor, recordaré
sólo tu justicia. En efecto, ella es también la mía, porque tú eres
para mí la justicia de parte de Dios (cf. 1 Cor 1,30)»4.
Santo Tomás de Aquino había ido incluso más allá. Comentando el dicho
paulino «la letra mata, mientras que el Espíritu da la vida» (2 Cor
3,6), escribe que por letra se entienden también los preceptos morales
del Evangelio, por lo cual «también la letra del Evangelio mataría, si
no se añadiera, dentro, la gracia de la fe que sana»5.
El concilio de Trento, convocado como respuesta a
la Reforma, no tiene dificultades en reafirmar esta convicción del
primado de la fe y de la gracia, aunque manteniendo (como, por lo demás,
hará toda la rama de la reforma encabezada por Calvino) las obras y la
observancia de la ley necesarias en el contexto de todo el proceso de la
salvación, según la fórmula paulina de la «fe que obra a través de la
caridad» («fides quae per caritatem operatur») (Gál 5,6)6.
Así se explica cómo, en el contexto del nuevo clima de diálogo
ecuménico, haya sido posible llegar a la Declaración conjunta de
la Iglesia Católica y de la Federación Mundial de las Iglesias
Luteranas, sobre la justificación por gracia mediante la fe, firmada el
31 de octubre de 1999, en la que se toma nota de un acuerdo fundamental,
aunque todavía no total, sobre esta doctrina.
Entonces, ¿fue la Reforma protestante un caso de
«mucho ruido para nada»? ¿Fruto de un equívoco? Debemos responder con
firmeza: ¡no! Es cierto que el magisterio de la Iglesia nunca había
anulado las decisiones tomadas en los concilios anteriores (sobre todo
contra los pelagianos); nunca había desmentido lo que habían escrito
Agustín, Gregorio, Bernardo, Tomás de Aquino. Sin embargo,
las revoluciones no estallan por ideas o teorías abstractas, sino por
situaciones históricas concretas, y la situación de la Iglesia, desde
hacía tiempo, no reflejaba realmente las convicciones. La vida, la
catequesis, la piedad cristiana, la dirección espiritual, por no hablar
de la predicación popular: todo parecía afirmar lo contrario, es decir
que lo que cuenta son las obras, el esfuerzo humano. Además, por «buenas
obras» no se entendían en general las enumeradas por Jesús en Mateo 25,
sin las cuales él mismo dice que no se entra en el reino de los cielos;
se entendían más bien peregrinaciones, cirios votivos, novenas,
ofrendas a la Iglesia y, como compensación a estas
cosas, las indulgencias.
El fenómeno tenía raíces lejanas comunes a toda la
cristiandad y no sólo a la latina. Después de que el cristianismo se
convirtió en religión de estado, la fe era algo que se
absorbía espontáneamente a través de la familia, la escuela, la
sociedad. No era tan importante insistir sobre el momento en que se
llega a la fe y sobre la decisión personal con la que se llega a ser
creyente, cuanto insistir en las exigencias prácticas de la fe, en otras
palabras, sobre la moral, sobre las costumbres.
Un signo revelador de este desplazamiento de
interés lo indica Henri de Lubac en su Historia de la exégesis
medieval. En la fase más antigua, el orden de los cuatro sentidos de la
Escritura era: sentido histórico literal, sentido cristológico o de fe,
sentido moral y sentido escatológico7.
Cada vez más a menudo, este orden se sustituye por uno diferente en el
que el sentido moral viene antes del cristológico o de fe. Antes del
«qué creer», se plantea el «qué hacer». El deber viene antes del don. En
la vida espiritual, se pensaba, primero está la vía de la purificación y
luego la de la iluminación y la de la unión8. Sin
darse cuenta, se venía a decir exactamente lo contrario de lo que había
escrito san Gregorio Magno, es decir, que «no se llega desde las
virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes».
2. La doctrina de la justificación por fe, después de Lutero
A continuación de Lutero y mucho antes que los
otros grandes dos reformistas, Calvino y Zwiglio, la doctrina de la
justificación gratuita por la fe, en aquellos que hicieron de ello una
razón de vida, tuvo por efecto una indudable mejora de la calidad de
vida cristiana, gracias a la circulación de la palabra de Dios en lengua
vulgar, a los numerosos himnos y cantos inspirados, a los subsidios
escritos, hechos accesibles al pueblo por la reciente invención y
difusión de la imprenta.
En el frente exterior, la tesis de la
justificación por la sola fe se convirtió en la línea divisoria entre el
catolicismo y el protestantismo. Muy pronto (en parte, con Lutero
mismo), esta contraposición se extendió y se convirtió también
en contraposición entre cristianismo y judaísmo, con los católicos que
representaban, según algunos, la continuación del legalismo y ritualismo
judío, y el protestantismo que representaba la novedad cristiana.
La polémica anticatólica se casa con la polémica
antijiudía que, por otras razones, no estaba menos presente en el mundo
católico. El cristianismo se habría formado por oposición, no por
derivación, del judaísmo. A partir de Ferdinand Christian
Baur (1792-1860), se va afianzando la tesis de las dos almas del
cristianismo: la petrina del llamado «protocatolicismo»
(Frühkatholizismus) y la paulina que encuentra su expresión más acabada
en el protestantismo.
Esta convicción lleva a distancias lo más posible
la religión cristiana respecto del judaísmo. Se intentarán explicar las
doctrinas y los misterios cristianos (incluido el título de Kyrios,
Señor, y el culto divino dado a Jesús), como fruto del contacto con el
helenismo. El criterio utilizado para juzgar la autenticidad o no de un
dicho y de un hecho del Evangelio es su alteridad respecto a lo que es
atestiguado en el medio ambiente hebreo del tiempo. Si no fue esta la
razón principal de desenlace trágico del antisemitismo, es cierto que,
unida a la acusación de deicidio, lo favoreció, dándole una tácita
cobertura religiosa.
A partir de los años ’70 del siglo pasado, hubo un
vuelco radical en este ámbito de los estudios bíblicos. Y es necesario
decir algo sobre ello para clarificar cuál es el estado actual de la
doctrina paulina y luterana de la justificación gratuita por la fe en
Cristo. La naturaleza y el objetivo de este discurso mío me dispensan de
citar los nombres de los autores modernos comprometidos en este debate.
Quién está versado en la materia no tendrá dificultad en dar nombre a
los autores de las tesis aquí aludidas; a los demás, pienso que no les
interesan los nombres sino las ideas.
Se trata de la llamada «nueva perspectiva sobre
Jesús de Nazaret», también conocida como «tercera vía de investigación
sobre el Jesús histórico» (tercera después de la liberal del siglo XIX y
la de Bultmann y seguidores del siglo XX). Esta nueva perspectiva
consiste en reconocer en el judaísmo la verdadera matriz dentro de la
cual se ha formado el cristianismo, destruyendo el mito de la
irreductible alteridad del cristianismo con respecto al judaísmo. El
criterio con el que se juzga la mayor o menor probabilidad de que un
dicho y un hecho de la vida de Jesús sea auténtico es su compatibilidad
con el judaísmo de su tiempo, no su incompatibilidad como se pensaba en
un tiempo.
Algunas ventajas de este nuevo enfoque son
evidentes. Se reencuentra la continuidad de la revelación. Jesús se
sitúa dentro del mundo judío, en la línea de los profetas bíblicos. Se
hace también más justicia al judaísmo del tiempo de Jesús, mostrando su
riqueza y variedad. El inconveniente es que se ha ido tan lejos en esta
conquista que se la ha transformado en una pérdida.
En muchos representantes de esta tercera investigación, Jesús termina
por disolverse completamente en el mundo judío, sin distinguirse más que
por alguna interpretación particular de la Torah. Se le reduce a uno de
los profetas judíos, un «carismático itinerante», «un campesino judío
del Mediterráneo», como alguien ha escrito. Recuperada la continuidad,
se ha perdido la novedad. La nueva perspectiva ha producido estudios de
muy diverso nivel (por ejemplo, los de James D. G. Dunn,
mi autor preferido); pero he aludido a la versión que ha circulado más
ampliamente a nivel divulgativo e influido en la opinión pública.
Se sigue reprochando a las generaciones de
estudiosos del pasado que se haya construido cada vez una imagen de
Jesús según la moda o los gustos del momento y no nos damos cuenta de
que continuamos en la misma línea. Esta insistencia en el Jesús judío
entre judíos depende, de hecho, al menos en parte, del sentimiento de
culpa (¡más que justificado!) respecto del pueblo judío y de la nueva
actitud respecto de ellos, inaugurada en la Iglesia católica por el
decreto «Nostra Aetate» del Vaticano II. Un fin excelente, pero
perseguido con un medio inadecuado (al menos para el modo en que se
utiliza).
Quién ha puesto en evidencia lo iluso de este
enfoque a efectos de un diálogo serio entre judaísmo y cristianismo fue
precisamente un judío, el rabino estadounidense Jacob Neusner9 .
Quien ha leído el libro de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret, ya
sabe mucho sobre el pensamiento de este rabino con el cual dialoga en
uno de los capítulos más apasionantes de su libro. Jesús no puede ser
considerado un judío como otro cualquiera, explica Neusner, visto que se
pone a sí mismo por encima de Moisés y se proclama «Señor del sábado».
Pero, sobre todo respecto de san Pablo, la «nueva
perspectiva» muestra toda su insuficiencia. Según uno de sus más
conocidos representantes, la religión de las obras, contra la que el
Apóstol se lanza con tanta vehemencia en sus cartas, no existe en la
realidad. El judaísmo, incluso en el tiempo de Jesús, es un «nomismo de
la alianza» (Covenantal Nomism), es decir, una religión basada en la
iniciativa gratuita de Dios y en su amor; la observancia de la ley es
consecuencia de ello, no la causa; sirve para permanecer en la alianza,
no para entrar en ella. La religión judía sigue siendo la de los
patriarcas y los profetas, en cuyo centro está la hesed, la gracia y la
benevolencia divina.
Se buscan entonces los posibles blancos
distintos a la polémica de Pablo: no «los judíos», sino los
«judeo-cristianos», o ese tipo de judaísmo «celoso» que se siente
amenazado por el mundo pagano circundante y reacciona a la manera de los
Macabeos. En definitiva, lo que había sido su judaísmo, antes de la
conversión, y que le había llevado a perseguir a los creyentes
helenistas como Esteban.
Pero estas explicaciones parecen insostenibles
y terminan por hacer incomprensible y contradictorio el pensamiento del
Apóstol. En los capítulos precedentes el Apóstol ha formulado una
acusación tan universal como la humanidad misma: «No hay diferencia
alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios»; por tres
veces se lee la expresión «judíos y griegos», es decir judíos y
gentiles, del mismo modo. ¿Cómo se puede pensar que a una acusación tan
universal corresponda una aplicación limitada a un reducido grupo de
creyentes?
3. La justificación por fe: ¿doctrina de Pablo o de Jesús?
La dificultad nace, en mi opinión, del hecho de
que la exégesis de Pablo se comporta, a veces, como si el problema
comenzara con él y como si Jesús no hubiera dicho nada al respecto. La
doctrina de la justificación gratuita por la fe no es un invento de
Pablo, sino el mensaje central del Evangelio de Cristo, en cualquier
modo en que haya sido conocido por el Apóstol: ya sea por revelación
directa del Resucitado, o por la «tradición» que dice haber
recibido y que no estaba limitada ciertamente a las pocas palabras del
kerigma (cf. 1 Cor 15,3). Si no fuera así, tendrían razón aquellos que
dicen que Pablo, no Jesús, es el verdadero fundador del cristianismo.
El núcleo de la doctrina está contenido ya en la
palabra «Evangelio», alegre noticia, que Pablo ciertamente no ha
inventado de la nada. Al comienzo de su ministerio, Jesús proclamaba:
«El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y
creed en el Evangelio» (Mc 1,15). ¿Cómo podría, esto que proclama,
llamarse «buena noticia» si sólo fuera un amenazador llamamiento a
cambiar de vida? Lo que Cristo encierra en la expresión «reino de Dios»
—es decir, la iniciativa salvífica de Dios, su ofrecimiento de salvación
a la humanidad—, san Pablo lo llama «justicia de Dios», pero se trata
de la misma realidad fundamental. «Reino de Dios» y «justicia de Dios»
los ha acercado Jesús mismo entre sí cuando dice: «Buscad primeramente
el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).
Cuando Jesús decía: «Convertíos y creed en el
Evangelio», enseñaba ya, por tanto, la justificación mediante la fe.
Antes de él, convertirse significaba siempre «volver atrás», como indica
el mismo término hebreo shub; significaba volver a la alianza violada,
mediante una renovada observancia de la ley. Convertirse, en
consecuencia, tiene un significado principalmente ascético, moral y
penitencial y se realiza cambiando la conducta de vida. La conversión es
vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y
seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el
sentido de convertirse hasta Juan Bautista incluido.
En boca de Jesús, este significado moral pasa a
segundo plano (al menos al comienzo de su predicación), respecto a un
significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse ya no significa
volver atrás, a la Antigua Alianza y a la observancia de la ley;
significa hacer un salto hacia adelante, entrar en la Nueva Alianza,
captar este reino que ha aparecido, entrar en él. Y entrar en él
mediante la fe. «Convertíos y creed» no significa dos cosas distintas y
sucesivas, sino la misma acción: convertíos, es decir, creed;
convertíos creyendo! Convertirse no significa tanto «arrepentirse»,
cuanto «ser consciente», es decir darse cuenta de la novedad, pensar de
modo nuevo. El humanista Lorenzo Valla (1405-1457), en sus Adnotationes
in Novum Testamentum, ya había puesto de relieve este sentido nuevo de
la palabra metanoia en el uso de Jesús.
Innumerables datos evangélicos, y la mayoría de
ellos seguramente se remontan a Jesús, confirman esta interpretación.
Uno es la insistencia con la que Jesús afirma la necesidad de hacerse
como un niño para entrar en el reino de los cielos. La característica
del niño es que no tiene nada que dar, sólo puede recibir; no pide una
cosa a los padres porque se la ha ganado, sino sólo porque sabe que es
amado. Acepta la gratuidad.
Tampoco la polémica paulina contra la pretensión
de salvarse por sus obras nace con él. Hay que negar una infinidad de
hechos para excluir del Evangelio todas las referencias polémicas a un
cierto número de «escribas, fariseos y doctores de la ley». No se pueden
dejar de reconocer en la parábola del fariseo y del publicano en el
templo los dos tipos de religiosidad contrapuestos a continuación por
san Pablo: la de quien confía en sus prestaciones religiosas y la de
quien se confía a la misericordia de Dios y vuelve a casa «justificado»
(Lc 18,14).
No se trata de una tentación presente solo en una
religión, sino en toda religión, incluido por supuesto el cristianismo.
(¡Los evangelistas no recogieron las parábolas de Jesús para criticar a
los fariseos, sino para amonestar a los cristianos!). Si Pablo toma de
mira el judaísmo es porque ese es el contexto religioso en el que viven
él y sus interlocutores, pero se trata de una categoría religiosa más
que étnica. Judíos, en el contexto, son aquellos que, a diferencia de
los paganos, están en posesión de una revelación, conocen la voluntad de
Dios y, fortalecidos por este hecho, se sienten al seguro por parte
de Dios y juzgan al resto de la humanidad. Ya en el siglo III, Orígenes
decía que ahora, los que son tomados de mira por las palabras del
Apóstol, son «los jefes de las iglesias: obispos, presbíteros y
diáconos», es decir, los guías, los maestros del pueblo10.
La dificultad de conciliar la imagen que Pablo nos
da de la religión hebrea con lo que conocemos de ella por otras
fuentes deriva de un error fundamental de método. Jesús y Pablo tienen
que ver con la vida vivida, con el corazón; los estudiosos, en cambio,
con los libros y los testimonios escritos. Las declaraciones orales o
escritas dicen exactamente lo que las personas saben que deben ser o que
querrían ser, no necesariamente lo que son. No sorprende encontrar en
las Escrituras y en las fuentes rabínicas del tiempo afirmaciones
conmovedoras y sinceras sobre la gracia, la misericordia, la iniciativa
preveniente de Dios; pero una cosa es lo que dice la Escritura o lo que
enseñan los maestros, y otra lo que los hombres tienen en el
corazón y gobierna sus acciones.
Lo que sucedió en el momento de la Reforma
protestante ayuda a comprender la situación en el tiempo de Jesús y de
Pablo. Si uno mira la doctrina enseñada en las escuelas de teología del
tiempo, las definiciones antiguas nunca impugnadas, a los escritos de
Agustín tenidos en gran honor, o incluso sólo la Imitación de Cristo,
lectura diaria de las almas piadosas, encontrará allí una magnífica
doctrina de la gracia y no entenderá contra quién la pagaba Lutero; pero
si uno mira la vida cristiana del tiempo, el resultado, como hemos
visto, es muy diferente.
4. Cómo predicar hoy la justificación por fe
¿Qué concluir de esta mirada a vista de pájaro a
los cinco siglos transcurridos desde el comienzo de la Reforma
protestante? Es vital, en efecto, que el centenario de la Reforma no se
desaproveche, permaneciendo prisioneros del pasado, intentando
establecer errores y razones, quizá en un tono más pacífico que en el
pasado. Debemos, más bien, dar un salto adelante, como cuando un río
llega a una esclusa y reanuda su curso a un nivel más alto.
La situación ha cambiado desde entonces. Las
cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de Roma y la
Reforma fueron sobre todo las indulgencias y el modo en que tiene lugar
la justificación del impío. Pero, ¿podemos decir que estos son los
problemas con los cuales se mantiene en pie o cae la fe del hombre de
hoy? En una ocasión recuerdo que el cardenal Kasper hizo esta
observación: para Lutero el problema existencial número uno era cómo
superar el sentimiento de culpa y obtener un Dios benevolente; hoy el
problema, si acaso, es el contrario: cómo devolver al hombre el
verdadero sentido del pecado que ha perdido del todo.
Esto no significa ignorar el enriquecimiento
realizado por la Reforma o desear volver atrás, al tiempo anterior. Más
bien, significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus
muchas e importantes conquistas, una vez liberadas de ciertas
distorsiones y excesos debidos al clima acalorado del momento y a la
necesidad de enderezar abusos crasos.
Entre los excesos que resultan de la secular
concentración sobre el problema de la justificación del impío, uno me
parece que ha hecho del cristianismo occidental un anuncio sombrío,
concentrado totalmente en el pecado, que la cultura secular ha acabado
por combatir y rechazar. Lo más importante no es lo que Jesús, con su
muerte, ha quitado del hombre —el pecado—, sino lo que ha donado, es
decir, el Espíritu Santo. Muchos exegetas consideran hoy el capítulo
tercero de la carta a los Romanos sobre la justificación por la fe, como
inseparable del capítulo octavo sobre el don del Espíritu y un todo uno
con él.
La justificación gratuita mediante la fe en Cristo
debería ser predicada hoy por toda la Iglesia y con más vigor que
nunca. Sin embargo, no en oposición a las «obras» de que habla el Nuevo
Testamento, sino en contraste con la pretensión del hombre postmoderno
de salvarse por sí solo con su ciencia y tecnología o con
espiritualidades improvisadas y tranquilizadoras. Estas son las «obras»
en las que confía el hombre moderno. Estoy convencido de que si Lutero
volviera a la vida, este sería el modo en que también él predicaría
hoy la justificación por la fe.
Otra cosa importante deberíamos recoger todos,
luteranos y católicos, del iniciador de la Reforma. Para él —hemos
visto—, la justificación gratuita por la fe fue ante todo una
experiencia vivida y sólo posteriormente teorizada. Lamentablemente,
después de él, se convirtió cada vez más en una tesis teológica a
defender o a combatir, y cada vez menos en una experiencia personal y
liberatoria, a vivir en la propia relación intima con Dios. La
declaración conjunta de 1999 recuerda muy oportunamente que el consenso
alcanzado por los católicos y luteranos sobre verdades fundamentales de
la doctrina de la justificación deberá tener efectos y encontrar una
respuesta, no sólo en la enseñanza de las Iglesias, sino también en la
vida de las personas (n. 43).
Nunca debemos perder de vista el punto principal
del mensaje paulino. Lo que le importa afirmar al Apóstol en primer
lugar, en Romanos 3, no es que somos justificados por la fe, sino que
somos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que somos
justificados por la gracia, cuanto que somos justificados por la gracia
de Cristo. Cristo es el corazón del mensaje, aún antes que la gracia y
la fe. Él es, hoy, el artículo con el que la Iglesia se mantiene en pie o
cae: una persona, no una doctrina.
Debemos alegrarnos porque esto es lo que está
sucediendo en la Iglesia y en mayor medida de lo que normalmente se
piensa. En los últimos meses he podido participar en dos encuentros: uno
en Suiza, organizado por evangélicos con la participación de los
católicos; el otro en Alemania, organizado por católicos con la
participación de los evangélicos. Este último celebrado en Augsburgo en
enero pasado, me ha parecido verdaderamente un signo de los tiempos.
Había seis mil católicos y dos mil luteranos, en su mayoría jóvenes,
procedentes de toda Alemania. El título en inglés era «Holy
Fascination», santa fascinación. El que fascinaba a la multitud era
Jesús de Nazaret, hecho presente y casi tangible por el Espíritu Santo.
Detrás de todo esto, una comunidad de laicos y una casa de
oración (Gebetshaus), activa desde hace años y en plena comunión con la
Iglesia católica local.
No era un ecumenismo del «¡querámonos mucho!».
Misa muy católica (¡con incienso!”), presidida una vez por mí y una vez
por el obispo auxiliar de Augsburgo; otro día, Santa Cena presidida por
un pastor luterano, en total respeto de cada uno por la propia liturgia.
Adoración, enseñanzas, música: un clima que sólo los jóvenes son
capaces hoy de organizar y que podría servir como modelo para algún
acontecimiento especial durante las Jornadas Mundiales de la Juventud.
Pregunté una vez a los responsables si debía
hablar de la unidad de los cristianos; me respondieron: «No, preferimos
vivir la unidad, en lugar de hablar de ella». Tenían razón. Son signos
de la dirección en que el Espíritu —y con él el papa
Francisco—nos invitan a caminar.
¡Feliz y Santa Pascua!