P. Antonio
Rivero, L.C.
Textos: Hechos 2, 42-47; 1 Pe 1, 3-9;
Jn 20, 19-31
Idea principal: Regalos de Cristo resucitado: paz, el sacramento del
perdón y la última bienaventuranza.
Resumen del mensaje: A este día san Juan Pablo II llamó el domingo de la Misericordia,
porque del corazón de Jesús lleno de ternura brotaron estos dones como rayos y
reflejos de su Resurrección: la paz, los sacramentos y la última
bienaventuranza donde Cristo nos confirma la fe en quienes creemos en Él
(segunda lectura) y en quienes sufren las dudas del apóstol Tomás (evangelio).
Con la celebración del presente domingo de la Misericordia concluimos la Octava
de Pascua, es decir, de esta semana que la Iglesia nos invitó a considerar como
un solo Día: “el Día en el cual actuó el Señor”. El evangelio de hoy nos
relata la aparición de Jesús Misericordioso a sus discípulos, el día mismo de
su resurrección, en que les derramó y confió el tesoro de su Paz y de
sus Sacramentos, y confirmó nuestra fe y la fe de todos los “Tomases”
del mundo que están llenos de dudas y con ansias de certezas (evangelio). Esa
paz nos llevará después a vivir mejor la Eucaristía, a rezar con más fervor y
practicar la caridad con nuestros hermanos (primera lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Cristo Misericordioso y Resucitado nos da su Paz,
en hebrero Shalom ( שלום ), que significa un deseo de salud, armonía,
paz interior, calma y tranquilidad para aquel o aquellos a quienes está
dirigido el saludo. Paz como bienestar entre las personas, las naciones,
y entre Dios y el hombre. Los apóstoles la habían perdido, después de la muerte
de Cristo en el Calvario. Estaban realmente con la paz, la fe y la
esperanza quebradas. Esa oscura turbación de los discípulos se ve disipada por
la luz de la victoria del Señor, que llena sus corazones de serenidad y de
alegría. San Agustín definía la paz como “la tranquilidad del orden”.
Y puesto que hay un doble orden, el imperfecto de la tierra y el acabado del
cielo, hay también una doble paz: la de la peregrinación y la de la
patria. La insistencia de esta palabra “paz” en el Canon Romano de la
misa es clara: la Iglesia ha recibido la misión de extender hasta los confines
del mundo la paz de Cristo Resucitado y Misericordioso.
En segundo lugar, Cristo ya nos había regalado el Jueves Santo el
sacramento de la Eucaristía. Ahora, de su corazón misericordioso saca este otro
tesoro: el sacramento de la Reconciliación. Cristo envía a sus apóstoles
con la misión de prolongar la suya propia: perdonar los pecados. La paz con
Dios y con nuestros hermanos, don primero que comentamos, se perdió por culpa
del pecado. Con el sacramento de la Reconciliación recuperamos esa paz
que rompimos con el pecado. La Iglesia, después de la Resurrección de Cristo,
es el instrumento mediante el cual el Señor va reduciendo todo bajo la
soberanía de su reinado, el instrumento por el que se comunica la gracia
divina, cuyo cauce ordinario son los sacramentos, ordenados a la reconciliación
de los hombres con Dios, mediante la conversión.
Finalmente, otro de los regalos de la Resurrección de Jesús fue
la confirmación de nuestra fe. La fe en la resurrección de Cristo es la
verdad fundamental de nuestra salvación. “Si Cristo no resucitó, vana es
nuestra predicación y vana también vuestra fe…Todavía estáis en vuestros
pecados”, dirá san Pablo. A la luz de la Resurrección cobran luminosidad
todos los misterios que Dios nos ha revelado y confiado. Las dudas
existenciales de Tomás tocaron el corazón de Jesús, hasta el punto que en su
misericordia nos regaló la última bienaventuranza que nos atañe a todos los que
no tuvimos la dicha de conocer al Cristo histórico de Palestina: “Bienaventurados
los que creen sin haber visto”.
Para reflexionar: ¿experimentamos
con frecuencia la paz de Dios a través de la Reconciliación
sacramental? ¿Por qué dudamos con frecuencia de Dios y de su amor
misericordioso? ¿Está firme nuestra fe en Cristo Resucitado o
continuamente nos carcomen las dudas de fe?
Para rezar: Señor resucitado, dame
tu perdón, y con tu perdón, la paz. Aumenta mi fe, para que viva sereno y
confiado en mi vida cristiana. Tú eres fiel a tus promesas. Amén.