4/04/17

Seamos misericordiosos como Jesús, no juzguemos según nuestros vicios

El Papa ayer en Santa Marta


Todas las lecturas de hoy nos vienen a decir que, ante el pecado y la corrupción, Jesús es la única plenitud de la ley. Así, el Evangelio de San Juan (8,1-11) nos propone el pasaje donde Cristo, a propósito de la mujer sorprendida en adulterio, dice a quienes la acusan: “Quien de vosotros esté libre de pecado, que tire sobre ella la primera piedra”. Y la primera lectura del libro del profeta Daniel (13,1-9.15-17.19-30.33-62), habla de Susana, una mujer fiel contra la que dos viejos jueces del pueblo habían maquinado un falso adulterio, ficticio. Y se ve obligada a elegir entre la fidelidad a Dios y a la ley o salvar su vida. Era fiel a su marido, aunque quizá tuviera otros pecados, porque todos somos pecadores, y la única mujer que no tiene pecado es la Virgen. Así pues, en los dos episodios se encuentran inocencia, pecado, corrupción y ley, porque en ambos casos los jueces eran corruptos. ¡Siempre ha habido en el mundo jueces corruptos! ¡También hoy, en todas partes los hay! ¿Por qué viene la corrupción a una persona? Porque una cosa es el pecado —he pecado, resbalo, soy infiel a Dios, pero intento no hacerlo más o procuro estar a bien con el Señor o, al menos, sé que no está bien—, y otra la corrupción, que es cuando el pecado entra, entra, entra, entra en tu conciencia y no deja sitio ni al aire.
Es decir, todo se vuelve pecado: eso es corrupción. Los corruptos creen con impunidad que hacen el bien. En el caso de Susana, los ancianos jueces eran corruptos por los vicios de la lujuria, amenazándola de dar falso testimonio contra ella. Además, no es el primer caso que en las Escrituras aparecen falsos testimonios: recordad precisamente a Jesús, condenado a muerte con falsos testimonios. En el caso de la verdadera adúltera, vemos que la acusan otros jueces que habían perdido la cabeza, dejando crecer en ellos una interpretación de la ley tan rígida que no dejaba espacio al Espíritu Santo. O sea, la corrupción de la legalidad, del legalismo, contra la gracia. Y luego está Jesús, auténtico Maestro de la ley ente los juicios falsos, que habían pervertido el corazón o que daban sentencias injustas, oprimiendo a los inocentes y absolviendo a los malvados. Jesús dice pocas cosas, pocas cosas. Dice: “Quien de vosotros esté libre de pecado, que tire sobre ella la primera piedra”. Y a la pecadora: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. Y esa es la plenitud de la ley, no la de los escribas y fariseos que habían corrompido su mente haciendo tantas leyes, tantas leyes, sin dejar sitio a la misericordia. Jesús es la plenitud de la ley, y Jesús juzga con misericordia.
Dejando libre a la mujer inocente, a quien Jesús llama “mamá”, porque su madre es la única inocente, a los jueces corruptos se les reservan palabras nada bonitas por boca del profeta: “¡Envejecidos en días y en crímenes!”. Pensemos, pues, en la maldad con la cual nuestros vicios juzgan a la gente. Porque también nosotros juzgamos en el corazón a los demás, ¿verdad? ¿Somos corruptos? ¿O todavía no? ¡Quietos! Detengámonos y miremos a Jesús que siempre juzga con misericordia: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.