El Papa en el seminario de Maadi
Beatitudes, queridos hermanos y hermanas: Al Salamò Alaikum! ¡La paz esté con vosotros!
«Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro
gozo. Cristo ha vencido para siempre la muerte. Gocemos y alegrémonos en
él». Me siento muy feliz de estar con vosotros en este lugar donde se
forman los sacerdotes, y que simboliza el corazón de la Iglesia Católica
en Egipto.
Con alegría saludo en vosotros, sacerdotes, consagrados y consagradas
de la pequeña grey católica de Egipto, a la «levadura» que Dios prepara
para esta bendita Tierra, para que, junto con nuestros hermanos
ortodoxos, crezca en ella su Reino (cf. Mt 13,13).
Deseo, en primer lugar, daros las gracias por vuestro testimonio y
por todo el bien que hacéis cada día, trabajando en medio de numerosos
retos y, a menudo, con pocos consuelos. Deseo también animaros. No
tengáis miedo al peso de cada día, al peso de las circunstancias
difíciles por las que algunos de vosotros tenéis que atravesar.
Nosotros veneramos la Santa Cruz, que es signo e instrumento de
nuestra salvación. Quien huye de la Cruz, escapa de la resurrección. «No
temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el
reino» (Lc 12,32).
Se trata, por tanto, de creer, de dar testimonio de la verdad, de
sembrar y cultivar sin esperar ver la cosecha. De hecho, nosotros
cosechamos los frutos que han sembrado muchos otros hermanos,
consagrados y no consagrados, que han trabajado generosamente en la viña
del Señor.
Vuestra historia está llena de ellos. En medio de tantos motivos para
desanimarse, de numerosos profetas de destrucción y de condena, de
tantas voces negativas y desesperadas, sed una fuerza positiva, sed la
luz y la sal de esta sociedad, la locomotora que empuja el tren hacia
adelante, llevándolo hacia la meta, sed sembradores de esperanza,
constructores de puentes y artífices de diálogo y de concordia.
Todo esto será posible si la persona consagrada no cede a las
tentaciones que encuentra cada día en su camino. Me gustaría destacar
algunas significativas.
Ustedes oas conocen porque estas tentaciones fueron bien descriptas por los primeros monjes de Egitpo
1. La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. El Buen Pastor tiene el
deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes
prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar
por la desilusión y el pesimismo: «Pero, ¿qué puedo hacer yo?». Está
siempre lleno de iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue
brotando incluso cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de
consuelo, aun cuando su corazón está roto. Saber ser padre cuando los
hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos
(cf. Lc 15,11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de
la gratitud humana: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará»
(Mt 6,4.6.18).
2. La tentación de quejarse continuamente. Es fácil culpar siempre a
los demás: por las carencias de los superiores, las condiciones
eclesiásticas o sociales, por las pocas posibilidades. Sin embargo, el
consagrado es aquel que con la unción del Espíritu transforma cada
obstáculo en una oportunidad, y no cada dificultad en una excusa. Quien
anda siempre quejándose en realidad no quiere trabajar. Por eso el
Señor, dirigiéndose a los pastores, dice: «fortaleced las manos débiles,
robusteced las rodillas vacilantes» (Hb 12,12; cf. Is 35,3).
3. La tentación de la murmuración y de la envidia. Y esta es fea. El
peligro es grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños
a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se
deja dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los demás
con la murmuración. Cuando, en lugar de esforzarse en crecer, se pone a
destruir a los que están creciendo, y cuando en lugar de seguir los
buenos ejemplos, los juzga y les quita su valor. La envidia es un cáncer
que destruye en poco tiempo cualquier organismo: «Un reino dividido
internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede
subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, «por envidia del diablo entró la
muerte en el mundo» (Sb 2,24). Y la murmuración es el instrumento y el
arma.
4. La tentación de compararse con los demás. La riqueza se encuentra
en la diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros. Compararnos
con los que están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el
resentimiento, compararnos con los que están peor, nos lleva, a menudo, a
caer en la soberbia y en la pereza. Quien tiende siempre a compararse
con los demás termina paralizado. Aprendamos de los santos Pedro y Pablo
a vivir la diversidad de caracteres, carismas y opiniones en la escucha
y docilidad al Espíritu Santo.
5. La tentación del «faraonismo», Estamos en Egipto. Es decir, de
endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación
de sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de
tener la presunción de dejarse servir en lugar de servir. Es una
tentación común que aparece desde el comienzo entre los discípulos, los
cuales —dice el Evangelio— «por el camino habían discutido quién era el
más importante» (Mc 9,34). El antídoto a este veneno es: «Quien quiera
ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc
9,35).
6. La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho
egipcio: «Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas
que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás,
piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza,
más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la comunidad de los
fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un miembro está
vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12,12-27; Lumen gentium,7). El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de
conflicto.
7. La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El
consagrado pierde su identidad y acaba por no ser «ni carne ni pescado».
Vive con el corazón dividido entre Dios y la mundanidad. Olvida su
primer amor (cf. Ap 2,4). En realidad, el consagrado, si no tiene una
clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los
demás, los dispersa. Vuestra identidad como hijos de la Iglesia es la de
ser coptos —es decir, arraigados en vuestras nobles y antiguas raíces— y
ser católicos —es decir, parte de la Iglesia una y universal—: como un
árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia
el cielo. Queridos consagrados, hacer frente a estas tentaciones no es
fácil, pero es posible si estamos injertados en Jesús: «Permaneced en
mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn
15,4). Cuanto más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos
seremos.
Así el consagrado conservará la maravilla, la pasión del primer
encuentro, la atracción y la gratitud en su vida con Dios y en su
misión. La calidad de nuestra consagración depende de cómo sea nuestra
vida espiritual. Egipto ha contribuido a enriquecer a la Iglesia con el
inestimable tesoro de la vida monástica.
Les exhorto, por tanto, a sacar provecho del ejemplo de san Pablo el
eremita, de san Antonio Abad, de los santos Padres del desierto y de los
numerosos monjes que con su vida y ejemplo han abierto las puertas del
cielo a muchos hermanos y hermanas; de este modo, también serán sal y
luz, es decir, motivo de salvación para vosotros mismos y para todos los
demás, creyentes y no creyentes y, especialmente, para los últimos, los
necesitados, los abandonados y los descartados.
Que la Sagrada Familia les proteja y les bendiga a todos, a vuestro
País y a todos sus habitantes. Desde el fondo de mi corazón deseo a cada
uno de vosotros lo mejor, y a través de vosotros saludo a los fieles
que Dios ha confiado a vuestro cuidado. Que el Señor les conceda los
frutos de su Espíritu Santo: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22-23). Los tendré
siempre presentes en mi corazón y en mis oraciones. Ánimo y adelante,
guiados por el Espíritu Santo. «Este es el día en que actúo el Señor,
sea nuestra alegría». Y por favor, no se olviden de rezar por mí.