P. Raniero Cantalamessa, el Viernes Santo
La cruz, única esperanza del mundo Acabamos de escuchar el relato de
la Pasión de Cristo. Nada más que la crónica de una muerte violenta.
Nunca faltan noticias de muertos asesinados en nuestros noticiarios.
Incluso en estos últimos días ha habido algunas, como la de los 38
cristianos coptos asesinados en Egipto.
¿Por qué, entonces, después de 2000 años, el mundo recuerda todavía
la muerte de Jesús de Nazaret como si hubiera pasado ayer? El motivo es
que su muerte ha cambiado el sentido mismo de la muerte. Reflexionemos
algunos instantes sobre todo esto.
«Al llegar a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las
piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el
costado, e inmediatamente salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). Al
comienzo de su ministerio, a quien le preguntaba con qué autoridad
expulsaba a los mercaderes del Templo, Jesús respondió: «Destruid este
templo, y en tres días lo levantaré». «Él hablaba del templo de su
cuerpo» (Jn 2,19.21), había comentado Juan en aquella ocasión, y he aquí
que ahora el mismo evangelista nos atestigua que del lado de este
templo «destruido» brotan agua y sangre.
Es una alusión evidente a la profecía de Ezequiel que hablaba del
futuro templo de Dios, del lado del que brota un hilo de agua que se
convierte primero en riachuelo, luego un río navegable y en torno al
cual florece toda forma de vida (cf. Ez 47, 1 ss.). Pero penetremos
dentro de la fuente de este «río de agua viva» (Jn 7,38), en el corazón
traspasado de Cristo.
En el Apocalipsis, el mismo discípulo al que Jesús amaba escribe:
«Luego vi, en medio del trono, rodeado por los cuatro seres vivientes y
los ancianos, un Cordero, en pie, como inmolado» (Ap 5,6). Inmolado,
pero en pie, es decir, traspasado, pero resucitado y vivo. Existe ya,
dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no
sólo metafóricamente, sino realmente.
Si, en efecto, Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón
ha resucitado de la muerte; él vive, como todo el resto de su cuerpo, en
una dimensión distinta de antes, real, aunque mística. Si el Cordero
vive en el cielo «inmolado, pero de pie», también su corazón comparte el
mismo estado; es un corazón traspasado pero viviente; eternamente
traspasado, precisamente porque está eternamente vivo.
Fue creada una expresión para describir el colmo de la maldad que
puede amasarse en el seno de la humanidad: «corazón de tinieblas». Tras
el sacrificio de Cristo, más profundo que el corazón de tinieblas,
palpita en el mundo un corazón de luz. En efecto, Cristo al subir al
cielo, no ha abandonado la tierra, como, al encarnarse, no había
abandonado la Trinidad.
«Ahora se realiza el designio del Padre –dice una antífona de la
Liturgia de las Horas–, hacer Cristo el corazón del mundo». Esto explica
el irreductible optimismo cristiano que hizo exclamar a una mística
medieval: «El pecado es inevitable, pero todo estará bien y todo tipo de
cosa estará bien» (Juliana de Norwich).
Los monjes cartujos adoptaron un escudo que figura en la entrada de
sus monasterios, en sus documentos oficiales y en otras ocasiones. En él
está representado el globo terráqueo, rematado por una cruz, con una
inscripción alrededor: «Stat crux dum volvitur orbis: está inmóvil la
cruz, entre las evoluciones del mundo. ¿Qué representa la cruz, para que
sea este punto fijo, este árbol maestro entre la agitación del mundo?
Ella es el «No» definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a
la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos «el mal»;
y, al mismo tiempo, es el «Sí», igualmente irreversible, al amor, a la
verdad, al bien. «No» al pecado, «Sí» al pecador. Es lo que Jesús ha
practicado durante toda su vida y que ahora consagra definitivamente con
su muerte.
La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y
conserva su dignidad a pesar de todos sus desvíos; el pecado no; es una
realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la
«envidia del demonio» (Sab 2,24).
Es la misma razón por la que el Verbo, al encarnarse, asumió todo del
hombre, excepto el pecado. El buen ladrón, a quien Jesús moribundo
promete el paraíso, es la demostración viva de todo esto. Nadie debe
desesperar; nadie debe decir, como Caín: «Demasiado grande es mi culpa
para obtener el perdón» (Gén 4,13).
La cruz no «está», pues, contra el mundo, sino para el mundo: para
dar un sentido a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la
historia humana. «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el
mundo –dice Jesús a Nicodemo–, sino para que el mundo se salve por medio
de él» (Jn 3,17). La cruz es la proclamación viva de que la victoria
final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa
sobre sí mismo; no de quien hace sufrir, sino de quien sufre.
«Dum volvitur orbis», mientras que el mundo realiza sus evoluciones.
La historia humana conoce muchos tránsitos de una era a otra: se habla
de la edad de piedra, del bronce, hierro, de la edad imperial, de la era
atómica, de la era electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de
transición no basta ya para describir la realidad en curso. A la idea de
mutación se debe agregar la de aplastamiento.
Vivimos, se ha escrito, en una sociedad «líquida»; ya no hay puntos
firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que
aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante. Se
ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto
como efecto de la muerte de Dios, la que el advenimiento del
super-hombre debería haber evitado, pero que no ha impedido: «Qué
hicimos para disolver esta tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde se
mueve ahora? ¿Dónde nos movemos nosotros? ¿Fuera de todos los soles? ¿No
es el nuestro un eterno precipitar? ¿Hacia atrás, de lado, hacia
adelante, por todos los lados? ¿Existe todavía un alto y un bajo? ¿No
estamos acaso vagando como a través de una nada infinita. (F. NIETZSCHE,
La gaya ciencia, aforismo 125 (Edaf, Madrid 2002).
Se dijo que «matar a Dios es el más horrendo de los suicidios», y es
lo que estamos viendo. No es verdad que «donde nace Dios, muere el
hombre» (J.-P. SARTRE); es verdad lo contrario: donde muere Dios, muere
el hombre.
Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador
Dalí) pintó un crucificado que parece una profecía de esta situación.
Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental,
visto desde arriba, con la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo,
debajo de él no existe la tierra firme, sino el agua. El crucifijo no
está suspendido entre cielo y tierra, sino entre el cielo y el elemento
líquido del mundo. Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una
nube que podría aludir a la nube atómica), contiene, sin embargo, una
certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida
como la nuestra!
Hay esperanza, porque encima de ella «está la cruz de Cristo». Es lo
que la liturgia del Viernes Santo nos hace repetir cada año con las
palabras del poeta Venancio Fortunato: «O crux, ave spes única»,
Salve, oh cruz, esperanza única del mundo. Sí, Dios ha muerto, ha
muerto en su Hijo Jesucristo; pero no ha permanecido en la tumba, ha
resucitado.
«¡Vosotros lo crucificasteis –grita Pedro a la multitud el día de
Pentecostés–, pero Dios lo ha resucitado!» (Hch 2,23-24). Él es quien
«había muerto, pero ahora vive por los siglos» (Ap 1,18). La cruz no
«está» inmóvil en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un
acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en él como una realidad
en curso, viva y operante.
Sin embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos
detuviéramos, como los sociólogos, en el análisis de la sociedad en que
vivimos. Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las
personas. El corazón de tinieblas no es solamente el de algún malvado
escondido en el fondo de la jungla, y tampoco el de la nación y el de la
sociedad que lo ha producido. En distinta medida está dentro de cada
uno de nosotros.
La Biblia lo llama el corazón de piedra: «Arrancaré de ellos el
corazón de piedra –dice Dios en el profeta Ezequiel– y les daré un
corazón de carne» (Ez 36,26). Corazón de piedra es el corazón cerrado a
la voluntad de Dios y al sufrimiento de los hermanos, el corazón de
quien acumula sumas ilimitadas de dinero y queda indiferente ante la
desesperación de quien no tiene un vaso de agua para dar al propio hijo;
es también el corazón de quien se deja dominar completamente por la
pasión impura, dispuesto a matar por ella, o a llevar una doble vida.
Para no quedarnos con la mirada siempre dirigida hacia el exterior,
hacia los demás, digamos, más concretamente: es nuestro corazón de
ministros de Dios y de cristianos practicantes si vivimos todavía
fundamentalmente «para nosotros mismos» y no «para el Señor».
Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo «el velo del
templo se rasgó en dos, de arriba a abajo, la tierra tembló, las rocas
se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos
muertos resucitaron» (Mt 27,51s). De estos signos se da, normalmente,
una explicación apocalíptica, como de un lenguaje simbólico necesario
para describir el acontecimiento escatológico. Pero también tienen un
significado parenético: indican lo que debe suceder en el corazón de
quien lee y medita la Pasión de Cristo.
En una liturgia como la presente, san León Magno decía a los fieles:
«Tiemble la naturaleza humana ante el suplicio del Redentor, rómpanse
las rocas de los corazones infieles y salgan los que estaban cerrados en
los sepulcros de su mortalidad, levantando la piedra que gravaba sobre
ellos» (SAN LEÓN MAGNO, Sermo 66, 3: PL 54, 366).
El corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya
presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo
que veneramos como «el Sagrado Corazón». Al recibir la Eucaristía,
creemos firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de
nosotros. Al mirar dentro de poco la cruz digamos desde lo profundo del
corazón, como el publicano en el templo: «¡Oh, Dios, ten piedad de mí,
pecador!, y también nosotros, como él, volveremos a casa «justificados»
(Lc 18,13-14), con Dios y si necesario con nuestra cruz