Pablo Cabellos Llorente
El único revolucionario entregado
libérrimamente a la muerte por nuestra salvación, no mata a nadie por
razón alguna, muere por todos
Música diversa y silencios graves, con
capirotes de humildad o a cara descubierta −que, sin duda, es otra
figura de reverencia−, con sobrios tambores o música de trompetas,
acalladas por una saeta: cantar de la tierra mía con balada de Serrat sobre la letra incomparable de Machado,
quizá en silencio respetuoso y justo. Colorista nuestra Semana Santa
Marinera. Los pueblos de España celebran la Pasión de Cristo que
siempre, como manda la historia más grande jamás contada, concluye en el
Domingo de Gloria ratificando con la Resurrección, la verosimilitud de
los hechos y dichos del Verbo encarnado, aquel divino loco de amor por
los hombres, el único revolucionario entregado libérrimamente a la
muerte por nuestra salvación. No mata a nadie por razón alguna, muere
por todos.
Unamuno firmó una poesía cuyo comienzo da título de estas líneas: ¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío? El vasco, profesor de Salamanca, con sublimes acentos, inspirados en el Cristo de Velázquez, refiérese al blanco del cuerpo como la hostia del cielo de la noche soberana. Que eres, Cristo −canta don Miguel− el único Hombre que sucumbió de pleno grado, triunfador de la muerte que a la vida por Ti quedó encumbrada. Desde
entonces por Ti nos vivifica esa tu muerte, por Ti la muerte se ha
hecho nuestra madre, Por Ti la muerte es el amparo dulce que azucara los
amargores de la vida; Por Ti, el Hombre muerto que no muere, blanco
cual la luna de la noche. Desde una cierta heterodoxia, el Unamuno
universal alumbra con cabeza y corazón no sólo unas bellas estrofas,
sino el amor al Crucificado que entrañan.
La literatura castellana −y todas las
lenguas de ámbito español− respiran del mismo modo, salvo en periodos
que por mucho que busquen encumbrar ciertos personajes como momentos
idílicos pasados, queriendo volver presentarse cual pacífica aureola
perdida pero que, lejos de elevarnos, nos han sumido en los momentos más
negros de nuestra historia. Ejemplo: la boutade afirmante que no
corresponde a una televisión pública la transmisión de una Misa, sin
explicar por qué, y sin referencia a los espacios religiosos de otras
creencias. Lo importante son los posible votos. Una televisión pública
satisface necesidades del pueblo y no es la menor la exigencia del hecho
religioso. ¿Se atreverá a solicitar la supresión televisada de las
procesiones de Semana Santa? ¿Deseo de retorno a los tiempos negros?
Los cristianos, compresivos, pacientes y
con buen estilo, hemos de saber responder a hechos y dichos tan
lamentables, impropios de cualquier persona amante de la libertad.
Particularmente los que se ignoren hijos de Dios. Y es el Hijo de Dios
hecho hombre quien contemplamos en estos días en su Pasión, Muerte y
Resurrección. Es necesaria la fe, pero también la razón. San Josemaría se refiriere a las personas que hacen barricadas con su libertad: ¡Mi
libertad!, mi libertad! La tienen y no la siguen; la miran, y la ponen
como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino. Añadiría
que necesitan dogmas −la ideología de género, por ejemplo− que intentan
imponer al resto. La Fe cristiana, no se impone, necesita de la
libertad. Por seguir con la lírica relativa a los Misterios de la Semana
Santa, preferimos recordar y vivir −con defectos, pero soñando en
perdurar con lo que conmemoramos− con el clásico estos versos bien
conocidos, relativos al motor de la existencia cristiana: Tú me
mueves, Señor; muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muevéme, en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo,
yo te amara y aunque no hubiera infierno te temiera.
¿A quién puede molestar, sino por
prejuicios ideológicos o por oportunismos estrechos, esta historia de
amor por los hombres, la historia más grande jamás contada. El agnóstico
Tierno Galván no permitió retirar de su despacho la
imagen de un crucificado, aludiendo a que no podía hacer mal a nadie. ¿A
quién va a poder hacer mal la efigie de quien lo dio todo hasta el
final de su vida con la muerte más afrentosa, la propia de los esclavos,
y la más penosa, aquella a la que alude el citado soneto: No me tienes que dar porque te quiera; pues aunque cuanto espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera.
No quiero ni puedo asumir su contrario:
lo mismo que te odio, te odiaría. Prefiero pensar en esa España que
desprecia cuanto ignora o una maña de hacer la vida política,
empresarial, o asociativa, poniendo por delante lo que amarra el poder
con todas sus gabelas. Todo unido a una mal formada conciencia, que no
escucha, sino aquello que conviene. Unos lo dicen más a las claras Otros
más taimadamente. ¿Será que faltan ideales nobles por los que ocuparse
en esos afanes? No, ideales no faltan. Lo que sucede es que, ahora
mismo, unos no quieren dar la cara por ellos −no se atreven, pierden
capacidad económica o poder−. Se olvidan de que el mundo es de Dios, pero Dios lo alquila a los valientes (Surco, 99).