4/12/17

¿En qué piensas tú, muerto, Cristo mío?

El único revolucionario entregado libérrimamente a la muerte por nuestra salvación, no mata a nadie por razón alguna, muere por todos
Música diversa y silencios graves, con capirotes de humildad o a cara descubierta −que, sin duda, es otra figura de reverencia−, con sobrios tambores o música de trompetas, acalladas por una saeta: cantar de la tierra mía con balada de Serrat sobre la letra incomparable de Machado, quizá en silencio respetuoso y justo. Colorista nuestra Semana Santa Marinera. Los pueblos de España celebran la Pasión de Cristo que siempre, como manda la historia más grande jamás contada, concluye en el Domingo de Gloria ratificando con la Resurrección, la verosimilitud de los hechos y dichos del Verbo encarnado, aquel divino loco de amor por los hombres, el único revolucionario entregado libérrimamente a la muerte por nuestra salvación. No mata a nadie por razón alguna, muere por todos.
Unamuno firmó una poesía cuyo comienzo da título de estas líneas: ¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío? El vasco, profesor de Salamanca, con sublimes acentos, inspirados en el Cristo de Velázquez, refiérese al blanco del cuerpo como la hostia del cielo de la noche soberana. Que eres, Cristo −canta don Miguel− el único Hombre que sucumbió de pleno grado, triunfador de la muerte que a la vida por Ti quedó encumbrada. Desde entonces por Ti nos vivifica esa tu muerte, por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre, Por Ti la muerte es el amparo dulce que azucara los amargores de la vida; Por Ti, el Hombre muerto que no muere, blanco cual la luna de la noche. Desde una cierta heterodoxia, el Unamuno universal alumbra con cabeza y corazón no sólo unas bellas estrofas, sino el amor al Crucificado que entrañan.
La literatura castellana −y todas las lenguas de ámbito español− respiran del mismo modo, salvo en periodos que por mucho que busquen encumbrar ciertos personajes como momentos idílicos pasados, queriendo volver presentarse cual pacífica aureola perdida pero que, lejos de elevarnos, nos han sumido en los momentos más negros de nuestra historia. Ejemplo: la boutade afirmante que no corresponde a una televisión pública la transmisión de una Misa, sin explicar por qué, y sin referencia a los espacios religiosos de otras creencias. Lo importante son los posible votos. Una televisión pública satisface necesidades del pueblo y no es la menor la exigencia del hecho religioso. ¿Se atreverá a solicitar la supresión televisada de las procesiones de Semana Santa? ¿Deseo de retorno a los tiempos negros?
Los cristianos, compresivos, pacientes y con buen estilo, hemos de saber responder a hechos y dichos tan lamentables, impropios de cualquier persona amante de la libertad. Particularmente los que se ignoren hijos de Dios. Y es el Hijo de Dios hecho hombre quien contemplamos en estos días en su Pasión, Muerte y Resurrección. Es necesaria la fe, pero también la razón. San Josemaría se refiriere a las personas que hacen barricadas con su libertad: ¡Mi libertad!, mi libertad! La tienen y no la siguen; la miran, y la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino. Añadiría que necesitan dogmas −la ideología de género, por ejemplo− que intentan imponer al resto. La Fe cristiana, no se impone, necesita de la libertad. Por seguir con la lírica relativa a los Misterios de la Semana Santa, preferimos recordar y vivir −con defectos, pero soñando en perdurar con lo que conmemoramos− con el clásico estos versos bien conocidos, relativos al motor de la existencia cristiana: Tú me mueves, Señor; muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido; muéveme ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte. Muevéme, en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara y aunque no hubiera infierno te temiera.
¿A quién puede molestar, sino por prejuicios ideológicos o por oportunismos estrechos, esta historia de amor por los hombres, la historia más grande jamás contada. El agnóstico Tierno Galván no permitió retirar de su despacho la imagen de un crucificado, aludiendo a que no podía hacer mal a nadie. ¿A quién va a poder hacer mal la efigie de quien lo dio todo hasta el final de su vida con la muerte más afrentosa, la propia de los esclavos, y la más penosa, aquella a la que alude el citado soneto: No me tienes que dar porque te quiera; pues aunque cuanto espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera.
No quiero ni puedo asumir su contrario: lo mismo que te odio, te odiaría. Prefiero pensar en esa España que desprecia cuanto ignora o una maña de hacer la vida política, empresarial, o asociativa, poniendo por delante lo que amarra el poder con todas sus gabelas. Todo unido a una mal formada conciencia, que no escucha, sino aquello que conviene. Unos lo dicen más a las claras Otros más taimadamente. ¿Será que faltan ideales nobles por los que ocuparse en esos afanes? No, ideales no faltan. Lo que sucede es que, ahora mismo, unos no quieren dar la cara por ellos −no se atreven, pierden capacidad económica o poder−. Se olvidan de que el mundo es de Dios, pero Dios lo alquila a los valientes (Surco, 99).