“Al Salamò Alaikum! (La paz sea con vosotros).
Es para mí un gran regalo estar aquí, en este lugar, y comenzar mi
visita a Egipto encontrándome con vosotros en el ámbito de esta
Conferencia Internacional para la Paz.
Agradezco al Gran Imán por haberla proyectado y organizado, y por su
amabilidad al invitarme. Quisiera compartir algunas reflexiones,
tomándolas de la gloriosa historia de esta tierra, que a lo largo de los
siglos se ha manifestado al mundo como tierra de civilización y tierra
de alianzas.
Tierra de civilización. Desde la antigüedad, la civilización que
surgió en las orillas del Nilo ha sido sinónimo de cultura. En Egipto ha
brillado la luz del conocimiento, que ha hecho germinar un patrimonio
cultural de valor inestimable, hecho de sabiduría e ingenio, de
adquisiciones matemáticas y astronómicas, de admirables figuras
arquitectónicas y artísticas. La búsqueda del conocimiento y la
importancia de la educación han sido iniciativas que los antiguos
habitantes de esta tierra han llevado a cabo produciendo un gran
progreso. Se trata de iniciativas necesarias también para el futuro,
iniciativas de paz y por la paz, porque no habrá paz sin una adecuada
educación de las jóvenes generaciones.
Y no habrá una adecuada educación para los jóvenes de hoy si la
formación que se les ofrece no es conforme a la naturaleza del hombre,
que es un ser abierto y relacional.
La educación se convierte de hecho en sabiduría de vida cuando
consigue que el hombre, en contacto con Aquel que lo trasciende y con
cuanto lo rodea, saque lo mejor de sí mismo, adquiriendo una identidad
no replegada sobre sí misma. La sabiduría busca al otro, superando la
tentación de endurecerse y encerrarse; abierta y en movimiento, humilde y
escudriñadora al mismo tiempo, sabe valorizar el pasado y hacerlo
dialogar con el presente, sin renunciar a una adecuada hermenéutica.
Esta sabiduría favorece un futuro en el que no se busca la
prevalencia de la propia parte, sino que se mira al otro como parte
integral de sí mismo; no deja, en el presente, de identificar
oportunidades de encuentro y de intercambio; del pasado, aprende que del
mal sólo viene el mal y de la violencia sólo la violencia, en una
espiral que termina aislando. Esta sabiduría, rechazando toda ansia de
injusticia, se centra en la dignidad del hombre, valioso a los ojos de
Dios, y en una ética que sea digna del hombre, rechazando el miedo al
otro y el temor de conocer a través de los medios con los que el Creador
lo ha dotado.1
Precisamente en el campo del diálogo, especialmente interreligioso,
estamos llamados a caminar juntos con la convicción de que el futuro de
todos depende también del encuentro entre religiones y culturas. En este
sentido, el trabajo del Comité mixto para el Diálogo entre el
Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y el Comité de
Al-Azhar para el Diálogo representa un ejemplo concreto y alentador. El
diálogo puede ser favorecido si se conjugan bien tres indicaciones
fundamentales: el deber de la identidad, la valentía de la alteridad y
la sinceridad de las intenciones.
El deber de la identidad, porque no se puede entablar un diálogo real
sobre la base de la ambigüedad o de sacrificar el bien para complacer
al otro. La valentía de la alteridad, porque al que es diferente,
cultural o religiosamente, no se le ve ni se le trata como a un enemigo,
sino que se le acoge como a un compañero de ruta, con la genuina
convicción de que el bien de cada uno se encuentra en el bien de todos.
La sinceridad de las intenciones, porque el diálogo, en cuanto expresión
auténtica de lo humano, no es una estrategia para lograr segundas
intenciones, sino el camino de la verdad, que merece ser recorrido
pacientemente para transformar la competición en cooperación.
Educar, para abrirse con respeto y dialogar sinceramente con el otro,
reconociendo sus derechos y libertades fundamentales, especialmente la
religiosa, es la mejor manera de construir juntos el futuro, de ser
constructores de civilización. Porque la única alternativa a la barbarie
del conflicto es la cultura del encuentro. Y con el fin de
contrarrestar realmente la barbarie de quien instiga al odio e incita a
la violencia, es necesario acompañar y ayudar a madurar a las nuevas
generaciones para que, ante la lógica incendiaria del mal, respondan con
el paciente crecimiento del bien: jóvenes que, como árboles plantados,
estén enraizados en el terreno de la historia y, creciendo hacia lo Alto
y junto a los demás, transformen cada día el aire contaminado de odio
en oxígeno de fraternidad.
En este desafío de civilización tan urgente y emocionante, cristianos
y musulmanes, y todos los creyentes, estamos llamados a ofrecer nuestra
aportación: «Vivimos bajo el sol de un único Dios misericordioso. […]
Así, en el verdadero sentido podemos llamarnos, los unos a los otros,
hermanos y hermanas […], porque sin Dios la vida del hombre sería como
el cielo sin el sol».2
Salga pues el sol de una renovada hermandad en el nombre de Dios; y
de esta tierra, acariciada por el sol, despunte el alba de una
civilización de la paz y del encuentro. Que san Francisco de Asís, que
hace ocho siglos vino a Egipto y se encontró con el Sultán Malik al
Kamil, interceda por esta intención.
Tierra de alianzas. Egipto no sólo ha visto amanecer el sol de la
sabiduría, sino que su tierra ha sido también iluminada por la luz
multicolor de las religiones. Aquí, a lo largo de los siglos, las
diferencias de religión han constituido «una forma de enriquecimiento
mutuo del servicio a la única comunidad nacional».3
Creencias religiosas diferentes se han encontrado y culturas diversas
se han mezclado sin confundirse, reconociendo la importancia de aliarse
para el bien común. Alianzas de este tipo son cada vez más urgentes en
la actualidad. Para hablar de ello, me gustaría utilizar como símbolo el
«Monte de la Alianza» que se yergue en esta tierra.
El Sinaí nos recuerda, en primer lugar, que una verdadera alianza en
la tierra no puede prescindir del Cielo, que la humanidad no puede
pretender encontrar la paz excluyendo a Dios de su horizonte, ni tampoco
puede tratar de subir la montaña para apoderarse de Dios (cf. Ex
19,12).
Se trata de un mensaje muy actual, frente a esa peligrosa paradoja
que persiste en nuestros días, según la cual por un lado se tiende a
reducir la religión a la esfera privada, sin reconocerla como una
dimensión constitutiva del ser humano y de la sociedad y, por el otro,
se confunden la esfera religiosa y la política sin distinguirlas
adecuadamente.
Existe el riesgo de que la religión acabe siendo absorbida por la
gestión de los asuntos temporales y se deje seducir por el atractivo de
los poderes mundanos que en realidad sólo quieren instrumentalizarla. En
un mundo en el que se han globalizado muchos instrumentos técnicos
útiles, pero también la indiferencia y la negligencia, y que corre a una
velocidad frenética, difícil de sostener, se percibe la nostalgia de
las grandes cuestiones sobre el sentido de la vida, que las religiones
saben promover y que suscitan la evocación de los propios orígenes: la
vocación del hombre, que no ha sido creado para consumirse en la
precariedad de los asuntos terrenales sino para encaminarse hacia el
Absoluto al que tiende.
Por estas razones, sobre todo hoy, la religión no es un problema sino
parte de la solución: contra la tentación de acomodarse en una vida sin
relieve, donde todo comienza y termina en esta tierra, nos recuerda que
es necesario elevar el ánimo hacia lo Alto para aprender a construir la
ciudad de los hombres.
En este sentido, volviendo con la mente al Monte Sinaí, quisiera
referirme a los mandamientos que se promulgaron allí antes de ser
escritos en la piedra.4 En el corazón de las «diez palabras» resuena,
dirigido a los hombres y a los pueblos de todos los tiempos, el mandato
«no matarás» (Ex 20,13).
Dios, que ama la vida, no deja de amar al hombre y por ello lo insta a
contrastar el camino de la violencia como requisito previo fundamental
de toda alianza en la tierra. Siempre, pero sobre todo ahora, todas las
religiones están llamadas a poner en práctica este imperativo, ya que
mientras sentimos la urgente necesidad de lo Absoluto, es indispensable
excluir cualquier absolutización que justifique cualquier forma de
violencia. La violencia, de hecho, es la negación de toda auténtica
religiosidad.
Como líderes religiosos estamos llamados a desenmascarar la violencia
que se disfraza de supuesta sacralidad, apoyándose en la absolutización
de los egoísmos antes que en una verdadera apertura al Absoluto.
Estamos obligados a denunciar las violaciones que atentan contra la
dignidad humana y contra los derechos humanos, a poner al descubierto
los intentos de justificar todas las formas de odio en nombre de las
religiones y a condenarlos como una falsificación idolátrica de Dios: su
nombre es santo, él es el Dios de la paz, Dios salam. 5
Por tanto, sólo la paz es santa y ninguna violencia puede ser
perpetrada en nombre de Dios porque profanaría su nombre. Juntos, desde
esta tierra de encuentro entre el cielo y la tierra, de alianzas entre
los pueblos y entre los creyentes, repetimos un «no» alto y claro a toda
forma de violencia, de venganza y de odio cometidos en nombre de la
religión o en nombre de Dios. Juntos afirmamos la incompatibilidad entre
la fe y la violencia, entre creer y odiar.
Juntos declaramos el carácter sagrado de toda vida humana frente a
cualquier forma de violencia física, social, educativa o psicológica. La
fe que no nace de un corazón sincero y de un amor auténtico a Dios
misericordioso es una forma de pertenencia convencional o social que no
libera al hombre, sino que lo aplasta. Digamos juntos: Cuanto más se
crece en la fe en Dios, más se crece en el amor al prójimo.
Sin embargo, la religión no sólo está llamada a desenmascarar el mal
sino que lleva en sí misma la vocación a promover la paz, probablemente
hoy más que nunca.6
Sin caer en sincretismos conciliadores,7 nuestra tarea es la de
rezar los unos por los otros, pidiendo a Dios el don de la paz,
encontrarnos, dialogar y promover la armonía con un espíritu de
cooperación y amistad. Como cristianos «no podemos invocar a Dios, Padre
de todos los hombres, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con
algunos hombres, creados a imagen de Dios».8
Más aún, reconocemos que inmersos en una lucha constante contra el
mal, que amenaza al mundo para que «no sea ya ámbito de una auténtica
fraternidad», «a los que creen en la caridad divina les da la certeza de
que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por
instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles».9
Por el contrario, son esenciales: En realidad, no sirve de mucho
levantar la voz y correr a rearmarse para protegerse: hoy se necesitan
constructores de paz, no provocadores de conflictos; bomberos y no
incendiarios; predicadores de reconciliación y no vendedores de
destrucción.
Asistimos perplejos al hecho de que, mientras por un lado nos
alejamos de la realidad de los pueblos, en nombre de objetivos que no
tienen en cuenta a nadie, por el otro, como reacción, surgen populismos
demagógicos que ciertamente no ayudan a consolidar la paz y la
estabilidad.
Ninguna incitación a la violencia garantizará la paz, y cualquier
acción unilateral que no ponga en marcha procesos constructivos y
compartidos, en realidad, sólo beneficia a los partidarios del
radicalismo y de la violencia.
Para prevenir los conflictos y construir la paz es esencial trabajar
para eliminar las situaciones de pobreza y de explotación, donde los
extremismos arraigan fácilmente, así como evitar que el flujo de dinero y
armas llegue a los que fomentan la violencia. Para ir más a la raíz, es
necesario detener la proliferación de armas que, si se siguen
produciendo y comercializando, tarde o temprano llegarán a utilizarse.
Sólo sacando a la luz las turbias maniobras que alimentan el cáncer
de la guerra se pueden prevenir sus causas reales. A este compromiso
urgente y grave están obligados los responsables de las naciones, de las
instituciones y de la información, así como también nosotros
responsables de cultura, llamados por Dios, por la historia y por el
futuro a poner en marcha –cada uno en su propio campo– procesos de paz,
sin sustraerse a la tarea de establecer bases para una alianza entre
pueblos y estados. Espero que, con la ayuda de Dios, esta tierra noble y
querida de Egipto pueda responder aún a su vocación de civilización y
de alianza, contribuyendo a promover procesos de paz para este amado
pueblo y para toda la región de Oriente Medio.
Al Salamò Alaikum! (La paz esté con vosotros).
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NOTAS:
1 «Por otra parte, una ética de fraternidad y de coexistencia
pacífica entre las personas y entre los pueblos no puede basarse sobre
la lógica del miedo, de la violencia y de la cerrazón, sino sobre la
responsabilidad, el respeto y el diálogo sincero»: Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2017. La no violencia: un estilo de una
política para la paz, 5.
2 Juan Pablo II, Discurso a las autoridades musulmanas, Kaduna–Nigeria (14 febrero 1982).
3 Id., Discurso durante la ceremonia de bienvenida, El Cairo (24 febrero 2000).
4 «Fueron escritos en el corazón del hombre como ley moral universal, válida en todo tiempo y en todo lugar». Estos ofrecen la «base auténtica para la vida de las personas, de las sociedades y de las naciones. Hoy, como siempre, son el único futuro de la familia humana. Salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, del odio y de la mentira. Señalan todos los falsos dioses que lo esclavizan: el amor a sí mismo que excluye a Dios, el afán de poder y placer que altera el orden de la justicia y degrada nuestra dignidad humana y la de nuestro prójimo»: Id., Homilía en la celebración de la Palabra en al Monte Sinaí, Monasterio de Santa Catalina (26 febrero 2000).
5 Cf. Discurso en la Mezquita Central de Koudoukou, Bangui-República Centroafricana (30 noviembre 2015).
6 «Probablemente más que nunca en la historia ha sido puesto en evidencia ante todos el vínculo intrínseco que existe entre una actitud religiosa auténtica y el gran bien de la paz» (Juan Pablo II, Discurso a los Representantes de las Iglesias y de Comunidades eclesiales cristianas y de las religiones mundiales, Asís (27 octubre 1986). 7 Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 251. 8 Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Nostra aetate, 5. 9 Id., Const. past. Gaudium et spes, 37-38.
2 Juan Pablo II, Discurso a las autoridades musulmanas, Kaduna–Nigeria (14 febrero 1982).
3 Id., Discurso durante la ceremonia de bienvenida, El Cairo (24 febrero 2000).
4 «Fueron escritos en el corazón del hombre como ley moral universal, válida en todo tiempo y en todo lugar». Estos ofrecen la «base auténtica para la vida de las personas, de las sociedades y de las naciones. Hoy, como siempre, son el único futuro de la familia humana. Salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, del odio y de la mentira. Señalan todos los falsos dioses que lo esclavizan: el amor a sí mismo que excluye a Dios, el afán de poder y placer que altera el orden de la justicia y degrada nuestra dignidad humana y la de nuestro prójimo»: Id., Homilía en la celebración de la Palabra en al Monte Sinaí, Monasterio de Santa Catalina (26 febrero 2000).
5 Cf. Discurso en la Mezquita Central de Koudoukou, Bangui-República Centroafricana (30 noviembre 2015).
6 «Probablemente más que nunca en la historia ha sido puesto en evidencia ante todos el vínculo intrínseco que existe entre una actitud religiosa auténtica y el gran bien de la paz» (Juan Pablo II, Discurso a los Representantes de las Iglesias y de Comunidades eclesiales cristianas y de las religiones mundiales, Asís (27 octubre 1986). 7 Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 251. 8 Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Nostra aetate, 5. 9 Id., Const. past. Gaudium et spes, 37-38.