Salmo 117: “La misericordia del Señor es eterna. Aleluya”
I San Pedro: “La resurrección de Cristo nos da la esperanza de una vida nueva”
San Juan 20, 19-31: “Ocho días después se les apareció Jesús”
Fueron muchos años de
trabajar como jornalero en las pesadas tareas en el campo de los
Estados Unidos, sin poder venir por falta de “papeles”. Ahora que
regresa sus hijos han crecido y apenas lo reconocen: mucho más viejo,
con canas y con muchas cicatrices, callos y ampollas por el trabajo
realizado. Él feliz al contemplarlos, sobre todo a su hijo Ricardo que
ahora es todo un médico. Cuando Ricardo saluda a su papá y lo abraza, no
puede contener las lágrimas por el estado en que se encuentra: sus
cicatrices, sus llagas, su cansancio, han sido la fuente para que el
pudiera llegar a ser doctor. Su título ha costado sangre y sudor y
apenas ahora lo comprende. Llagas que dan vida.
En nuestro mundo no
creemos más que aquello que experimentamos, que tocamos y que probamos
personalmente. Tomás encajaría perfectamente en nuestro ambiente: duda
cuestiona, exige pruebas. Este segundo domingo de Pascua parece a
propósito para convencernos de que hay señales objetivas de la
resurrección de Jesús tanto las ofrecidas por Él mismo a sus apóstoles,
como las pruebas vivas que presenta la primitiva comunidad en los Hechos
de los Apóstoles. Jesús presenta los argumentos irrefutables de un
cuerpo desgarrado, amoroso, entregado por amor a los hermanos; la
comunidad ofrece las consecuencias claras de ese amor: una palabra que
se hace vida constante , el amor expresado en el partir y compartir lo
que se tiene, una oración que al mismo tiempo eleva y compromete, y una
Eucaristía que es expresión de la más grande unión con el Resucitado y
con los hermanos. Signos de vida evidentes frente a los que no se tiene
más opción que expresar como Santo Tomás: “¡Señor mío, Dios mío!”. El
evangelio de este día nos presenta un drástico cambio a partir de la
Resurrección de Jesús. Se inicia presentándonos una comunidad entrando a
las penumbras de un anochecer, con las puertas cerradas a piedra y
lodo, con el miedo aflorando en sus rostros y con un temor angustioso a
las autoridades judías. Poco a poco se va dando paso a la esperanza y
disipando las tinieblas, hasta terminar con la presentación de los
discípulos arrebatados por el soplo del Espíritu para constituirse
testigos de Jesús e invitando a “que ustedes crean que Jesús es el
Mesías, y para que creyendo, tengan vida en su nombre”
Nuestra fe aparece
con frecuencia demasiado convencional y vacía, solamente de tradiciones y
costumbres religiosas, formalismos externos que fácilmente caen cuando
enfrentan a un cuestionamiento serio. Cristianos de nombre, de papel y
aburridos. Para los primeros cristianos el encuentro con el Resucitado
fue un vendaval que los sacudió en su interior y una experiencia que
trastocó toda su vida, sus costumbres y sus creencias. De los tonos
oscuros que amenazaban con terminar con aquella comunidad adormecida y
asustada, se pasa a la explosión radiante de luces y esperanzas fincadas
en la victoria de quien ha dado la vida por nosotros y que al final ha
vencido a la muerte. El encuentro con Jesús vivo y resucitado transforma
a sus discípulos en personas nuevas, reanimadas, llenas de alegría y de
paz. Al liberarlos del miedo y la cobardía, les abre nuevos horizontes y
los impulsa a proclamar la Buena Nueva y dar testimonio, a todo el que
lo quiera escuchar, del Cristo vivo y resucitado. Pareciera que el soplo
de Jesús sobre ellos y sus palabras: “Reciban al Espíritu Santo”,
produjera un doble movimiento que es fuerza en su corazón y que es
impulso que los arrebata para manifestarse hacia los hermanos. Tan
poderosa es la experiencia de la resurrección que quien la cree y la
experimenta se compromete en una vida más humana, más plena y más feliz.
Los clavos en los
pies y en las manos y la herida del costado, son signo de su amor y de
su sufrimiento en su entrega por los otros y al mismo tiempo, huellas de
su presencia en medio de nosotros. Son las señales del amor. No se
puede experimentar a Jesús resucitado si no es a través de las llagas
que ha dejado en su cuerpo: la marginación, el dolor y el sufrimiento de
los pequeños y excluidos, de los denigrados e ignorados, de los
desposeídos y sobreexplotados. ¿Cómo se mira el mundo a través del hueco
de las heridas de Jesús? Intentemos mirarlo y descubriremos,
sorprendentemente, que es imposible ocultar o disfrazar la miseria y el
dolor de la humanidad pues aparecen nítidamente, pero percibidos con
amor, con esperanza y con una entrega plena. No se puede mirar a través
del hueco de sus llagas con egoísmo e indiferencia, pero tampoco con
rencores y venganzas. Mirar a través de las llagas de Jesús es mirar con
la certeza de que este mundo tiene el sentido que le da el
inconmensurable amor de Jesús; es mirar con la esperanza de que su
resurrección sigue obrando en medio de nosotros; y es vivir con el
dinamismo de la nueva vida que su sangre derramada, sigue haciendo
brotar. Este es el centro de la experiencia pascual: el encuentro con
Alguien vivo, capaz de liberarnos del fatalismo y la negación, y de
abrirnos un camino nuevo hacia la paz, la paz verdadera. Mirar a través
de las llagas de Jesús es sumergirnos en su Pascua: muerte y
resurrección. Las llagas son las señales de su Misericordia.
Las primeras
comunidades han intuido todo lo que significa la resurrección de su
Señor y por eso son capaces de iniciar un tiempo nuevo, con el domingo
como día del Señor, con la escucha y reflexión de la palabra, con una
mesa puesta a disposición de todos, donde el que necesita puede tomar,
donde al que le sobra puede aportar, para hacer la mesa común. No se
manifestará la resurrección de Jesús en medio de nosotros si no pasa por
el compartir. La Eucaristía, el Cordero hecho pan para dar vida, se
hace evidente cuando “nadie pasa necesidad”, cuando nadie es excluido y
cuando la Palabra se comparte. Contemplemos hoy las llagas de Jesús que
gritan resurrección, contemplemos también las señales de las primeras
comunidades que tenían un solo corazón y una sola alma, y que se reunían
diariamente en el templo y en las casas, compartían el pan y comían
juntos con alegría y sencillez de corazón. ¿Qué señales estamos dando
nosotros de resurrección? ¿Hacía a dónde nos lleva nuestra experiencia
de Jesús vivo? ¿Dónde descubrimos y mostramos las llagas gloriosas?
¿Cómo es nuestra vida en comunidad y qué tan dispuestos estamos a
compartir?
Señor mío y Dios
mío, que pueda descubrirte en las llagas y heridas de mis hermanos para
que, amándolos y compartiendo con ellos, pueda encontrar la verdadera
paz que tú me ofreces. Amén